Gus Van Sant: decorando el álbum personal
La Casa Encendida y la Filmoteca Española dedican al director de cine una gentil autopsia creativa que profundiza en su condición de artista en perpetuo movimiento
27 junio, 2018 00:00Entre la Casa Encendida y la Filmoteca Española le realizan a Gus Van Sant, este junio en Madrid, una gentil autopsia creativa. El de Louisville comparece no sólo como cineasta, también como pintor, dibujante, músico o fotógrafo, ofreciéndose una excelente oportunidad para comprender en qué medida es cierta esa cambiante radicalidad con la que la vía de la doxa le viene calificando desde mediados de los ochenta del pasado siglo. Personalmente, a Van Sant siempre lo vi en movimiento, en una fuga instintiva que pospone sine die las razones psicoanalíticas que la pusieron en funcionamiento.
Habría incluso dos primigenios planos-emblema que resumirían esta sensación de manera interrelacionada: las líneas pintadas de la carretera que se reflejan en las gafas de Johnny/Juanito, el deseado espalda mojada, cuando asoma su cabeza por la ventanilla del desvencijado coche en Mala noche (1985); y, ya desde la exterioridad de una parecida autopista, el protuberante pulgar enhiesto de Sissy Hankshaw (Uma Thurman), magnetizando conductores en Even Cowgirls get the Blues (1993). Proceso y anhelo de metamorfosis ya desde el filme hecho entre la cuadrilla de amigos; impulso luego sometido a variaciones a partir de la voluntad de engrandecer paulatinamente su universo, aún por entonces no del todo encarrilado en la vía hollywoodiense.
Even Cowgirls get the Blues (1993)
Serge Daney, que sólo pudo ser testigo del primer Van Sant, el que todavía añadía, en forma apocopada, junior a su nombre en los créditos de las películas, resumió su irrupción con estas palabras: “Un muchacho que viene del teatro y que logra en diez planos todo lo que Zeffirelli intentó durante toda su vida”. En verdad Van Sant llegó al cine desde la pintura y su desbordamiento plástico en ensayos experimentales, pero a Daney le debió fascinar el teatro del deseo que el cineasta principiaba una vez que el frágil punto de fuga del lapso fotográfico –esas polaroids que documentaron sus primeros castings, zarpazos de una belleza fugitiva y heterogénea– cuajó en tambaleantes universos de ficción que daban cobijo a homosexuales, toxicómanos o prostitutos, alegorizando el motor que los había puesto en marcha, la apetencia y el enamoramiento ante el rostro masculino.
Después de este inaugural Van Sant, el de Mala noche, Drugstore Cowboy o Mi Idaho privado, marcado por la influencia de la Generación Beat (Kerouac, Ginsberg y sobre todo Burroughs, cuyo cuerpo y voz quedaron aquí documentados poco antes de su muerte), pocos entendieron la trayectoria de un cineasta que parecía ir angostándose paso a paso al tiempo que procedía a la inmersión en los modelos narrativos tradicionales (desde Todo por un sueño a Descubriendo a Forrester), hasta que la sacudida cinéfila de la trilogía formada por Gerry (2002), Elephant (2003) y Last Days (2005) reveló bajo qué malinterpretado signo se estaba valorando un corpus fílmico más arriesgado de lo que habían supuesto sus cronistas.
Mala noche (1985)
Más allá de juicios de gusto y de la existencia de altibajos reales en el cine de Van Sant, para caminar a su ritmo habría que haber asumido que la experiencia beat caló en él no sólo por poner a su alcance un sugestivo repertorio de personajes marginales, errancias suburbanas y destellos alucinógenos. Así, lo que extrajo del magisterio interdisciplinar –tan similar al suyo por otro lado– de artistas como el propio Burroughs o Brion Gysin fue algo más profundo, el acceso al arte de autoborrarse; consecuencia privilegiada de esa técnica del cut-up que en su día transpuso a la literatura los planos encabalgados del collage y el montaje tal y como el cubismo o el cine habían dispuesto en sus dominios.
El uso aleatorio de textos preexistentes puso entonces en entredicho la sacrosanta identidad del todopoderoso autor, suspendiendo el ideario de originalidad e intercambiando su estatuto por el de médium de otras voces adheridas a la suya, un proceso cuya principal recompensa tenía que ver con la centelleante aparición de la escritura en sí misma, una percepción material de la creación sostenida por una buscada despersonalización.
De esta manera, sea ante las costuras hinchadas, como recién operadas, de su primer cine, donde documento y sueño se arremolinan en crudas dialécticas, sea ante la sutura invisibilizada de su práctica en los géneros de Hollywood, en Van Sant se ha tratado del oficio del reciclaje afectivo, una suerte de scrapbooking, la delicada confección de libros de recortes; en definitiva, del particularísimo adorno personal que embellece, asume y resignifica materiales que lo interpelaron a lo largo de su vida. Su remake de Hitchcock, aquel Psycho (1998) que pocos entendieron en su día, explicitaría la culminación de este tipo de re-sometimientos: doble pop, espectro aplastado donde la diferencia, cuando llega, amplifica su intensidad.
Gerry (2002)
Hasta en aquel cine que alumbró su mayor resurrección para la cinefilia militante –aquellas Gerry, Elephant y Last Days que citábamos arriba, luego seguida por Paranoid Park (2007)– Van Sant demostró la sustancial impureza que constituye su obra, la apertura desprejuiciada de sus intereses: un espíritu de contradicción y franqueza que lo aureola singularmente, separándolo de sus camaradas mientras le insufla incertidumbre a cada uno de sus pasos.
Así, si en este camino hacia la generalización –caída en la temporalidad densa y en el vacío del silencio– se dejó llevar por las enseñanzas de cineastas objetivamente más maduros (los estilizados ritornelos del agotamiento: la cronometría de Béla Tarr, afilada por la geometría de Chantal Akerman o Alan Clarke), también lo hizo por los consejos de Matt Damon o Casey Affleck, o por las dudosas experiencias de revitalización neorrealista de Dogma’95 en general y de Thomas Vinterberg (Celebración) en particular. En Gerry, rompeolas de estas influencias que concitan en taracea lo alto y lo bajo, Van Sant escenificó ese pliegue que le permite seguir manteniéndose cual funambulista en un indeterminado afuera: regocijo de lo desértico-lunar, abstracción de todo espacio según Blanchot, donde nace la posibilidad de inventar las reglas de un juego nuevo a partir de la tirada de dados usados.