Lo mejor de Milos Forman fue lo primero
El cineasta recientemente fallecido, exponente de la Nueva Ola checa, realizó en sus inicios películas irrepetibles llenas de poesía con unos medios precarios
15 abril, 2018 00:00Hubo en el cine europeo tres movimientos generacionales además del free cinema británico: la Nouvelle Vague francesa que encumbró a Truffaut y Godard; el subvencionado Nuevo Cine alemán que permitió trabajar a personajes como Fassbinder y Herzog, y la Nueva Ola del cine checoslovaco, que floreció en los años 60 y fue sofocada tras la invasión del país por las tropas del Pacto de Varsovia. El severo rigor de la censura reinstaurada aplastó a una generación desbordante de talento y de energía. A esa época, que se prolongó muchos años, se la llamó “la normalización”.
Las tres figuras más destacadas de la Nueva Ola del cine checoslovaco fueron Vera Chytilová, Jirí Menzel y Milos Forman. De Chytilová queda, como fascinante ejercicio plástico y turbadora vindicación feminista, Las margaritas, o la historia de dos muchachas chifladitas que para escapar del aburrimiento de la vida convencional incurren en todo tipo de desafueros y gamberradas. El lector interesado encontrará la película en Youtube. Como Chytilová, Menzel, director desigual y a menudo moroso pero inmortal por Trenes rigurosamente vigilados, pudiendo escapar al extranjero prefirió quedarse en su país y rodar lo que las autoridades le permitiesen. A mí me contó que si se hubiera separado de su lengua y de sus compatriotas, que eran su fuente de inspiración, el talento se le hubiera secado como una planta sin agua. Para ambos, quedarse fue una elección letal en términos de libertad creativa, aunque naturalmente tampoco estaba escrito que en Hollywood hubieran podido realizarse (si puedo recuperar esta expresión, realizarse, que antes era tan usual y ahora suena vagamente ridícula).
De Bohemia a Estados Unidos
Forman, en cambio, se exilió en Estados Unidos, donde acaba de morir dejando algunas películas meritorias sobre la rebeldía contra la autoridad y el individuo indomable en busca de la libertad; parece que ése era su tema. Algunas de esas películas captaron, además, el espíritu de su tiempo: Hair o el antimilitarismo hippie en los años de Vietnam; la antipsiquiatría de Alguien voló sobre el nido del cuco; y su obra maestra Amadeus, de la que todos recordamos las carcajadas enervantes del joven Mozart y la escena final en la que el decrépito Salieri avanza por los corredores de un centro de salud sonriendo como un idiota y saludando a todo el mundo: “Yo bendigo a todos los mediocres del mundo”. No cabe duda de que además de talento Forman tenía un carácter indomable que le permitió sobreponerse a todas las dificultades (además de tener dos hijos no menos creativos, no menos artistas, de los que hablamos aquí hace algún tiempo a propósito de su última obra teatral).
A mí sus películas dejaron de interesarme cuando vi El escándalo de Larry Flint (1996), sobre la vida y el derecho de expresión del famoso pornógrafo, pero seguramente la culpa es mía, pues no me interesa nada el imaginario americano, ni la estética del cine global y bien hecho (salvo cuando lo filmaba David Lean; pero desde entonces ha llovido mucho). Lo que me sigue pareciendo formidable en Forman son las modestas películas encantadoras del principio, llenas de una poesía que ya ha desaparecido del mundo, protagonizadas por aficionados, o sea las películas que realizó en Bohemia con medios precarios en el marco de la Nueva Ola; especialmente Concurso, Los amores de una rubia y El baile de los bomberos, también conocida como ¡Al fuego, bomberos!, a la que sólo cabe reprocharle que renunciase al suntuoso blanco y negro de las otras dos en beneficio del color, que siempre es más vulgar. En cualquier caso son tres inmarcesibles comentarios a la vida provinciana bajo el comunismo centroeuropeo, crónicas del aburrimiento y la esperanza con todo el aroma --o el hedor--de la juventud. Ojalá ahora que Forman ha muerto alguna cadena televisiva para rendirle homenaje las proyecte, en vez de ponernos otra vez Amadeus, pues cuando echan Amadeus siempre corremos el peligro de que otra vez algún amigo gracioso nos haga escuchar una y otra vez sin que venga a cuento la risita de Mozart...