'Las Meninas': cuando Picasso dudó
El pintor malagueño quiso devorar a Velázquez, abolir la noción del tiempo, con la interpretación de su cuadro
26 noviembre, 2022 17:32Hablé el pasado jueves en la fundación Areces, invitado por José María Beneyto (autor de Las traiciones de Picasso, ed. Turner) a una mesa redonda con Manuel Lucena (CSIC) y Rocío Robles (Complutense) sobre Picasso o el siglo XX. Se tocaron muchos temas, yo hablé del momento en el que Picasso dudó.
Tuvo serios motivos emocionales e intelectuales para habilitar un gran estudio que casi ocupaba todo el segundo piso de La Californie, su casa en la Costa Azul, y encerrarse a trabajar en él de manera sostenida y frenética, en trance furioso, hasta salir al cabo de cinco meses con aquella colección de lienzos, variaciones sobre el cuadro más famoso de la pintura española de todos los tiempos, que es, por muchos motivos, Las Meninas, de Velázquez.
Año de 1957: Picasso ya ha cumplido 75 años de edad y es el pintor vivo más importante y más notorio del mundo, el artista por antonomasia, el más exitoso y rico de la Historia. Hasta su casa en los altos de Cannes peregrinan cada día toda clase de personajes destacados de la política y del arte, admiradores venidos de todo el mundo con la esperanza de que su dios les reciba.
Pero a pesar de su éxito, a pesar de la satisfacción de las dificultades vencidas, a pesar del inmenso poder que detenta y de la admiración universal que suscita, se encuentra íntimamente insatisfecho, disgustado, como es propio de la edad, cuando uno atraviesa un periodo de crisis. Se recuerda. Hablan los fantasmas. Es en esa situación vital cuando Picasso toma la decisión de pintar, otra vez, Las Meninas, o sea su versión moderna de Las Meninas.
Ojos de hechicero
No sabemos a ciencia cierta si fue para reavivar impresiones y recuerdos de su juvenil bohemia de Madrid, cuando solía ir cada mañana al museo del Prado para copiar a los maestros antiguos; o si quería revivir otra clase de recuerdos, de carácter sentimental; quizá sabía que también Velázquez cuando pintó Las Meninas estaba entrado en años y ya no se esperaba de él un logro comparable al de La Rendición de Breda o Las Hilanderas, mucho menos era imaginable que superase esas y otras obras maestras y realizase el milagro sobre el que tantos ríos de tinta han corrido: entonces el artista pintó a la hija del rey Felipe IV, la rubia infanta Margarita, en compañía de sus “meninas” o camareras María Agostina de Sarmiento (con una rodilla en el suelo, ofreciéndole un búcaro) e Isabel de Velasco (haciendo una gentil inclinación a los reyes y a nosotros, los espectadores del cuadro), y de sus enanos, María Bárbola y Nicolasito Pertusato. Y esos monarcas (que se han asomado al estudio de Velázquez para observar a su hija posando entre sus enanos y sus bonitas camareras --para ese empleo se elegía a las muchachas más bellas de la aristocracia--, o bien al revés: Velázquez está pintando a los reyes, y las meninas están ahí para entretenerles), yo creo que son lo que le da al cuadro esa nota de melancolía: el hecho de que los reyes sean esas pequeñas y borrosas sombras en el espejo al fondo de la estancia.
Para Picasso pintar Las Meninas simbolizaba, por supuesto, el reto colosal de medirse o “dialogar” con Velázquez, lo que tenía la misma grandeza épica de otros combates que había librado en su hambrienta juventud. Pero era también un conjuro, la súplica de ayuda a un maestro venerado, casi divino.
Hasta aquel momento Picasso había ido siempre un paso por delante de sus contemporáneos; siempre al frente de un grupo de amigos y colegas, había empujado con fuerza todas las puertas cerradas y había sido el primero en entrar y mirar, con aquellos grandes ojos suyos de hechicero que suspendían el tiempo para que pudiera registrar la realidad en sus mínimos detalles. Primero entraba él, luego entraban los demás. Hasta entonces había marcado las tendencias y señalado la dirección del arte.
Callejón sin salida
Pero a mediados de los años cincuenta sentía que estaban tratando de arrebatarle el cetro de las manos. Ya empezaba a verse que el futuro de la pintura, si es que tenía todavía algún futuro, estaba en la abstracción: en primer lugar, el grupo europeo Cobra, al que siguieron y culminaron los americanos del expresionismo abstracto; y si el futuro no estaba en la abstracción estaba en su absoluto contrario que nació inmediatamente después, o sea el hiperrealismo fotográfico y el pop.
Pero él no quiso dar el paso a la abstracción ni al fotografismo, no quiso cruzar esa frontera decisiva, ya fuese por miedo al vértigo, o porque se negaba, y es comprensible, a tirar por la borda las ventajas de su excelencia y supremacía en un arte de dibujo y composición que tanto esfuerzo le había costado, excelencia de la que disfrutaba cada día y a la que en las tormentas mentales de la senescencia se aferraba como a un salvavidas. Seguramente sin poder imaginar que precisamente su trayectoria de cinco décadas demoliendo nobilísimos edificios y cegando caminos reales había sido decisiva para orientar a los artistas jóvenes hacia otros territorios en donde no tendrían que competir con él, en los que sus pinturas no se echarían a temblar cuando las colgasen al lado de las suyas.
Así que tenemos al artista más famoso de su tiempo, Rey Midas que convierte en oro todo lo que toca pero que se siente en un callejón sin salida, temeroso de su edad, padeciendo una úlcera de estómago que entonces, antes del descubrimiento de las modernas medicinas, convertía la vida en una aflicción intermitente… encerrándose para pintar Las Meninas y encontrar una inspiración o respuesta a las nuevas y amenazadoras tendencias del arte. Intenta la descomposición de las formas y la aplicación del ritmo a la pintura al óleo, un poco en la onda del “action painting” de Jackson Pollock (+ 1956), que tuvo que tener muy presente, pero sin renunciar al dibujo ni a la espacialidad, sin renunciar al “asunto”, como había hecho Pollock. Igual que el americano, aplicó directamente la pintura sobre los lienzos sin bocetos, ni croquis ni estudios preparatorios, no necesitaba esas muletas, pues ¿qué mejor estudio preparatorio, qué mejor boceto puede haber para unas variaciones sobre Las Meninas que Las Meninas mismas?
Pintor supersticioso
Al encerrarse con ellas Picasso respondía a otros motivos de naturaleza sentimental e íntima: su todavía esposa Olga, Olga Koklova, de la que había vivido separado pero nunca se había querido divorciar –seguramente para no tener que repartir con ella su fortuna— había muerto recientemente. La esposa estaba muy ligada a sus últimos recuerdos de la juventud… y a Las Meninas. Como bailarina que fue en la compañía de Diaghilev había encarnado en el ballet Las Meninas el personaje de Isabel de Velasco, la camarera que en el lienzo de Velázquez figura a la derecha de Margarita y sosteniendo con las manos la gran falda hace una ligera genuflexión cortesana, dirigida a los reyes (que ocupan nuestra posición, la posición del observador).
Cuando cortejaba a Olga, cuando se hicieron novios, él había realizado la escenografía de ese ballet y asistido, en San Sebastián y en Barcelona, a los ensayos de la representación, una y otra vez, sentado en el vacío patio de butacas, al pie del entarimado donde ella bailaba. De manera que al repetir Las Meninas estaba repitiendo no sólo el cuadro de Velázquez sino también el ballet de Diaghilev, e insuflando en su espíritu nueva vida al recuerdo de su esposa muerta, y esa era la hechicería en la que aquel pintor supersticioso estuvo absorto durante cinco meses en el estudio del segundo piso de La Californie.
Lo confirma el lienzo en que se ve a un músico tocando un piano de pared, instrumento musical anacrónico en el siglo XVII: ese pianista por supuesto que no está en Las Meninas de Velázquez: es el pianista de los ensayos de Las Meninas de Diaguilev, que en la representación pública del ballet sustituiría la orquesta sinfónica.
Abolir el tiempo
Tenemos la suerte de que en las dos salas que ocupan en el museo de Barcelona los lienzos de Las Meninas están dispuestos siguiendo el orden cronológico en que Picasso los pintó. Y así podemos ver que empezó tanteando el terreno, por el corazón del lienzo original, por el rostro de la infanta Margarita, repitiéndolo en pequeños monocromos grises, luego siguió fijando la pauta de todos los demás personajes, y luego pintó varias versiones del cuadro completo, restallantes de colorido y experimentaciones espaciales, basculantes, ebrias, descoyuntadas, en busca de una variante comparable, y en fin, la serie acabó, después de aquellos cinco meses de trabajo loco, con ese lienzo, tan pequeño como los primeros, donde doña Isabel de Velasco-Olga nos hace esa reverencia galante y ligera, encantadora, esa despedida definitiva, ese saludo de despedida que ya se pierde en la distancia y en la pequeñez, como si también Picasso se despidiera de Las Meninas y de nosotros, diciéndonos ya está, he hecho lo que he podido.
Estos lienzos que son la apoteosis del museo de Barcelona no los entregó a su marchante para que los pusiera a la venta. Tal vez suponiendo que sería muy difícil que ningún coleccionista privado o ningún museo dispusiera a la vez de la voluntad y de la fortuna necesaria para comprar la serie entera y exponerla junta, o quizá porque aquel trabajo, tan exploratorio como retrospectivo y nostálgico, estaba demasiado cerca de su corazón, de sus recuerdos, el caso es que no los vendió sino que algún tiempo después de pintarlos, cuando hubieron perdido su poder fetichista de puente hacia el pasado, se los regaló a la ciudad, cara a su corazón, donde había pasado años fundamentales y a la que desde la guerra no quiso, no pudo volver.
En aquel momento de su vejez triunfal pero asediada, Picasso decide intentar ser Velázquez o devorar a Velázquez y, encerrado en el segundo piso de La Californie, resucitar a Isabel de Velasco-Olga Koklova, o sea, ensimismarse a lo largo de varios meses en un conjuro personal para conseguir la abolición del tiempo. E intentar volver a ver a Olga como cuando entonces, haciendo la gentil genuflexión –un saludo de despedida, en la última imagen de la serie—, sujetando con las manos el miriñaque, la rodilla doblada y la cabeza ladeada en ese delicioso gesto lleno de gracia juvenil y de gentileza…