La belleza inesperada de Jiro Taniguchi

La belleza inesperada de Jiro Taniguchi

Artes

La belleza inesperada de Jiro Taniguchi

En los años 90, en una revista de historietas 'underground', apareció la primera historieta publicada en castellano del maestro japonés

10 mayo, 2018 00:00

Para tener una educación sentimental completa hacía falta el aula, pero también la estantería de arriba de un tío punki. Las Cartas a un joven poeta y los cómics para adultos. El voluntariado y la primera cerveza en el bar. En el instituto nos daba la ortodoxia: el máximo común divisor, el arduo faenar de las mitocondrias en su célula y a Ulises inventando los auriculares de tapón para echarle un vistazo a las sirenas. Pero la estantería superior nos daba acceso al resto: a la colección de cómics más gamberra que se había hecho nunca en España. Publicaciones como El Címoc, CairoEl Víbora y El Jueves –y otros tebeos incorrectos-- recogían el lado más bestia de la vida, lo mejor del underground nacional e internacional. Puede que el cómic para adultos nunca hubiera sido ni tan cómic –excelencia técnica-- ni tan para adultos –temáticas chungas--. Aquellas revistas estaban repletas de hallazgos que ya nos acompañarían para toda la vida: la salvaje tinta de Robert Crumb, la imaginación real maravillosa de los hermanos Hernández o el Nazario nuestro de cada día. Muchas de ellas no lograron sobrevivir al desencanto posterior al subidón postfranquista, a la resaca del casi éxito, al bajón afterhours de la Transi después del pico libertario.    

Pero El Víbora sí que aguantó algunos años más, podemos rescatar su historia de vino y rosas –de canutos y rayas, de creatividad al límite y envidias-- y su posterior desguace por piezas en el documental Sólo para supervivientes (Javier R. Cortés y Guillermo A. Chaia, 2013). Los lectores de la revista allá por los 90 estábamos preparados para muchas cosas, podíamos soportar la más afilada de las incorrecciones políticas y éticas, siempre jugando al límite del fuera de juego, pero tal vez no para tolerar la lírica sosegada del dibujante japonés Jiro Taniguchi. Quién nos iba a decir que entre las erecciones, eyaculaciones y otras exhibiciones filobukowskianas de aquellas viñetas íbamos a encontrar un remanso de paz espiritual y de belleza minimalista. Quién nos iba a decir que entre páginas y páginas consagradas al uso y abuso de la farmacopea legal e ilegal, al postulado del nihilismo como ideal metafísico, nos íbamos a dar de bruces con esa historia vital de línea y trama clara.

el caminante 2

el caminante 2

Una viñeta de El Caminante

El grunge había hecho estragos en nuestra ropa –la rebequita de abuela al estilo Cobain--  y en nuestro ánimo –la depresión juvenil como anhelo-- y de pronto, con la fuerza de una marea alta –lenta pero inexorable-- leímos la primera historia de Jiro Taniguchi publicada en España. Al editor de El Víbora de aquel entonces seguramente le debería hacer gracia el fuerte contraste entre el abigarramiento oscuro y angst de la mayoría de sus autores y las viñetas de Taniguchi por las que no hacía más que entrar el sol. La idea del editor funcionó a la perfección. El naturalismo lírico del cómic japonés –rodeado de tanta negrura-- nos llegó con la devastadora intensidad de la voz de Nick Cave pronunciando un te quiero a su hijo difunto en medio de versos terribles. Una flor en la basura.

Aquella obra, publicada a trasmano, parcialmente, era El Caminante (Ponent Mon, 2015): 240 páginas dedicadas al deambular de un oficinista japonés de mediana edad por los alrededores de su barrio. El protagonista carece de nombre y parece que el tebeo casi carezca de trama. Nada más lejos de la realidad. Como un representante amable de la derivas radicales de los situacionistas, como si fuera el nieto simpático del caminante kamikaze Robert Walser. El oficinista, que devuelve una caracola al mar, que se deja llevar por la belleza de la naturaleza y la arquitectura humilde, en realidad nos está explicando lo que vale la pena de la existencia.

Venecia

Venecia

Viñeta de Venecia

Jiro Taniguchi (Tottori 1947-Tokio 2017) fue tal vez el más occidental de todos los mangakas –dibujantes de manga-- o tal vez el más oriental de todos los dibujantes de BD francobelgas. Aunó en su pulso el trazo de las dos tradiciones tebeísticas más fuertes del planeta y hizo saltar por los aires todos nuestros prejuicios para con la ilustración japonesa. Sus obras, profundas, líricas, bellísimas, no tienen nada que ver con nada a lo que estábamos acostumbrados. Ni el naïf de Heidi o Marco ni la distopía agria y alucinada del Akira de Otomo. Taniguchi fue un autor poliédrico –sus más de 50 obras publicadas van desde el ecologismo a la ciencia ficción pasando por lo lírico y lo histórico-- y dueño de un estilo singular. Su trazo parece reflexionar en cada viñeta, y es proverbial su detallismo exhaustivo que no abruma, acompaña.

Todas sus obras son un goce para los sentidos, pero destaca su autobiográfica  Un zoo en invierno (Ponent Mon, 2008), protagonizada por un joven que lucha por satisfacer su pasión por el dibujo en el Tokio de los finales de los 60, el mundo de los estudios manga, la bohemia y la vida adulta. También la fantasía melancólica de Barrio lejano (Ponent Mon, 2007) resulta maravillosa. Nunca la historia de un hombre de mediana edad que vuelve en tren al pueblo de su infancia nos ha explicado mejor el afán de la nostalgia por la perdida de la juventud en contraposición al amor por el presente. Es fascinante percatarnos que igual que entendemos mejor a Shakespeare en el Macbeth de Akira Kurosawa –situado en el Japón medieval-- que no en las versiones canónicas británicas, encontramos más cercana nuestra infancia en el protagonista de este manga japonés que en otras más cercanas geográficamente. 

En definitiva: obras clásicas, al tiempo accesibles e inagotables. Con los mangas de Taniguchi sucede algo no habitual con otros cómics. Las páginas no se agotan a la primera lectura. Al finalizar sus tomos, uno tiene una impresión análoga a la que se tiene al acabar de leer un buen libro de poemas. Lo bueno acaba de empezar. La sensación de no haber realizado más que una primera aproximación superficial. Da la sensación de que el auténtico significado de esas viñetas solo se pudiera extraer –como la mayor parte de las cosas que realmente merecen la pena en la vida-- mediante la calma, el silencio y la contemplación.