El pintor Giorgio Morandi / WIKIPEDIA

El pintor Giorgio Morandi / WIKIPEDIA

Artes

Bajo el signo de Morandi

Los misteriosos bodegones del artista italiano provocan en sus visitantes una tranquila euforia

2 abril, 2022 17:00

Tengo la sospecha, casi la convicción, de que los pintores están, casi todos, perturbados. Se me dirá que lo mismo se puede decir del resto de la humanidad, que está loca de arriba abajo, y es cierto; pero se dan diversas formas de locura, y la del pintor, que se pasa los días solo frente al lienzo, es muy particular.

Un crítico fue a visitar a Giorgio Morandi --¿cuándo, en qué año? Eso da igual, toda su vida fue igual a sí misma y al final se felicitaba de haber pasado por ella sin exponerse a grandes acontecimientos, sin mayores trastornos, siguiendo rutinas longevas, intocado casi por las dos catástrofes de las guerras mundiales-- a su casa de Bolonia, es decir, a la casa de su familia, donde el artista vivió hasta poco antes del final con su madre y con sus hermanas.

Bodegón de Morandi, en la exposición en La Pedrera / LA PEDRERA

Bodegón de Morandi, en la exposición en La Pedrera / LA PEDRERA

Morandi recibió a esta visita desde el umbral de su alcoba, que era, a la vez, su taller, al que no dejaba entrar a casi nadie pero desde allí se podía ver un poco el interior: el caballete en medio de la estancia, unos cacharros sobre la mesa, unas estanterías con más cacharros. ¿Qué haces, Giorgio? Pues estoy aquí, trabajando. Lo raro era que no se veía ninguna pintura, ni empezada ni mediada ni terminada, por ninguna parte. ¿Qué hacía Morandi? “Estaba pensando”, dice el crítico. “Pensaba en el siguiente óleo”. Otras veces lo había sorprendido abriendo y entornando los postigos de las ventanas de la habitación, que era su mundo, buscando con muchísimo cuidado el grado exacto de luz que quería que incidiese sobre el bodegón que estaba pintando. Y que, como todos los suyos, estaba compuesto de algunos jarritos y algunos vasos insignificantes. El “motivo”, claramente, era lo de menos en aquellos bodegones, que son preciosos y vagamente inquietantes en su silencio y su quietud. Allí lo que estaba en juego era la luz, el color pálido de su paleta sobria --blanco predominante, con su variadísimo valor cromático, con matices de marfil perlado, rosado o grisáceo, sobre un fondo desleído amarillento, gris o verde-- y las formas geométricas.

Toda la naturaleza, sostenía Morandi, está hecha de formas geométricas, de esferas, triángulos, cuadrados, círculos, etcétera, y según su estética personal figurativa y casi abstracta, se podía resumir en esas figuras. Por consiguiente daba igual que los temas se repitiesen continuamente, con ligeras variaciones. De aquella especie de vida mística que llevaba pintando las formas esenciales lo que más asombroso parece es que a veces él colorease los objetos que luego compondrían el bodegón que iba a pintar.

La exposición Resonancia infinita, la exposición Morandi, compuesta por un autorretrato juvenil, una veintena de grabados y 80 lienzos, que se puede ver en La Pedrera, y hasta hace poco en la sede de la Fundación Mapfre en Madrid, es quizá lo más exaltante que se ve en el edificio de Gaudí desde aquellas maravillosas exposiciones sobre Malevitch y sobre Rodchenko, respetivamente en 2006 y 2014. Quiero creer que esta exposición es una buena señal para el porvenir, un buen presagio.

Casi una ausencia

La tenacidad obsesiva del autor por pintar siempre lo mismo, como aquellos artistas orientales que se pasaron la vida pintando la misma caña de bambú, en la que se cifraba para ellos el universo y su propia plegaria por la perfección, tan a contracorriente de la busca de lo novedoso característica de una modernidad hastiada de sí misma, parece la verdadera substancia de la actitud moderna y aún contemporánea ante el mundo. Vemos un cuadro silencioso y eterno de Morandi como el poema L’infinito de Leopardi. Vemos a Morandi como un pintor del siglo XV y a la vez del siglo XXI.

Se proyecta en la sala una estupenda película documental, muy recomendable, en la que habla un vecino de Fondazza. En esa localidad Morandi, que como las mujeres de su familia había vivido siempre de alquiler, a instancias de éstas, ya hacia finales de su vida, cuando se dieron cuenta de que tenía en el banco ahorros sustanciosos, pues su pintura, tan distinta de todos, era célebre en todo el mundo, compró un terreno y se hizo construir una casa; vemos la casa: es idéntica a sus bodegones en su simplicidad y su elegancia proporcional, una casa metafísica. Un vecino que lo veía pasar a menudo por el pueblo dice de él lo siguiente: “Iba siempre vestido de negro. Cuando se cruzaba con alguien, se sacaba el sombrero y saludaba, inclinando ligeramente la cabeza. Así es como lo recuerdo”. No es decir mucho: es lo que hacía la gente educada mientras se mantuvo la costumbre de llevar sombrero. Ese anonimato como barojiano --“lo que sea costumbre”-- es una retracción, casi una ausencia.