Amar al extraño
La exposición 'Loving the alien' toma el título de la conocida canción de David Bowie y reúne la obra de cuatro artistas muy distintos pero oblicuamente emparentados en su radical excentricidad
10 febrero, 2024 18:15La prensa cultural ha destacado elogiosamente, como es justo y natural, la exposición Loving the Alien (o sea: amando al extranjero, o bien amando al extraterrestre, ya que la palabra “alien” en inglés tiene esa polisemia), que es la última de la espléndida dirección de Lucía Casani (ahora en la Fundación Carasso) en la Casa encendida de Madrid, centro que todos asociamos con la figura fundacional e inolvidable de José Guirao (1959-2022) y que hasta ahora gracias, en buena parte, a Casani, ha sido –confiamos que lo siga siendo—uno de los centros culturales más imaginativos, estimulantes y modernos, en el mejor sentido de la palabra, de España.
Esta atrevida pero en el fondo simpática exposición de la que es artífice Laura López Paniagua, es, desde luego, un logro de la inteligencia de esta mujer inteligente con criterios y convicciones complejas, que se formó en el Bard College y ha vivido mucho tiempo en Berlín –llámame snob, pero son detalles que me imponen--, y también una forma magnífica de despedirse Casani, que al fin y al cabo fue quien la fue a Alemania a buscar a Laura López Paniagua.
Loving the alien toma el título de la conocida canción de David Bowie. Reúne la obra de cuatro artistas ya muy consagrados –en la Tate, en la Bienal de Venecia, etc.— pero nunca vistos antes en nuestro país, según creo; cuatro artistas muy distintos pero oblicuamente emparentados en su radical excentricidad, y desde luego impactantes, provocadores ya de entrada, a primera vista.
Es comprensible y lógico, no sólo por su celebridad internacional sino sobre todo por el impacto inmediato de las imágenes en que Mari Katayama nos expone y expone sus piernas amputadas, su mano deformada como pinza de cangrejo, y en las que observa fijamente al espectador ella misma, impasible (cuerpo alien tendido en la playa o sentado en su estudio de costurera con horror vacui, entre tejidos de telas blandas y acolchadas que representan muñecos y maniquís y apéndices de extraños animales que replican y multiplican los propios miembros de la artista)… era comprensible y lógico, digo, que la prensa y los fotógrafos centrasen su atención en esta creadora japonesa.
También yo me voy a zafar del reto de comentar la dinámica, las sinergias y radiaciones de sentido y de sugerencias que planea la contigüidad de los cuatro artistas, su parentesco y diversidad. Me va a resultar más fácil celebrar la obra de Ovartaci (1894-1985). Su obra, y también su figura humana, tan peculiar que acompaña y explica aquella (después de leer el ensayo de Revel, luminoso y atrevido, he comprendido que Sainte-Beuve estaba en lo cierto y Proust se engañaba o quería engañarse con la tesis con que lo combatía).
Ovartaci. Sus dibujos y esculturas de papel representan figuras de humanoides y de animales no se sabe si atávicos, egipcíacos o extraterrestres, o las tres cosas, o una cuarta, son frágiles, y no estaban penados para exponerse; y cuánto le sorprendería ahora al pobre y talentoso enfermo ver los autobuses de turistas culturales americanos que se detienen ante el manicomio de Risskov en Aarhus (Dinamarca) para ir al museo y ver sus pinturas.
En ese manicomio hoy operativo fue donde Louis Marcussen (su nombre civil) pasó la mayor parte de su vida, cincuenta y seis de sus noventa años. Allí cambió de sexo, de hombre a mujer, con amputación genital incluida, por consideraciones --no entraré ahora, no me interesan mucho los discursos desquiciados-- sobre la superior dulzura o bondad de la mujer, para, ya hacia el final de su vida, pensárselo mejor y volver al género masculino, peinarse y vestirse como varón, pantalones de pana etc.
Psique torturada
Ovartaci fue uno de esos artistas “brut”, marginales, heridos por la enfermedad mental, visionarios o testigos de un universo particular obsesivo y pueril, como Henry Darger, que desarrollan sus visiones al margen del mercado, al margen de la luz pública. Él era también un competente pintor realista, y en la Casa encendida vale la pena observar especialmente un óleo, de dimensiones modestas, que representa el hospital donde vivió:
Espacioso conjunto de varios pabellones sólidos, macizos, arquitectura racional donde no sobra nada. Se ve a un par de doctores en sus batas blancas yendo y viniendo por el patio, y también se ven algunas figuras transparentes, etéreas, flotando en el aire, indiferentes a esa dimensión material:
Un pintor sentado en el aire ante su caballete, trasunto del propio Ovartaci, que así representaba su deseo de salir de su reclusión y el placer emancipador de ser artista. Y además, allí, casi imperceptible en medio del cuadro, una figura humana, pequeñita, flotando gracias a sus alas de mariposa; y en primer plano, además, una de sus soberbias y potentes figuras femeninas de rostro ahusado y ojos rasgados, desnuda, tan carnal como inmaterial, con grandes alas de murciélago. Este cuadro, que reitera nuestra convicción, nuestra certeza, de que además del mundo físico, y superpuesto a él, está el de nuestra psique, torturada por la experiencia, pululante de presencias que ya son más bien ausencias y que no pagan impuestos, no toman el metro, ¿no es un maravilloso autorretrato y al mismo tiempo, por rarito que fuera el pintor, un retrato de cualquiera?
¿Y no es bonito saber que en el hospital el pobre hombre y gran artista disfrutaba de ciertos privilegios, como un estudio para pintar y una bicicleta para eventualmente dar paseos fuera del recinto?