Rogelio López Cuenca, el arte del espacio inconcreto o la sutileza del cóctel 'molotov'
El artista malagueño, galardonado con el Premio Nacional de Artes Plásticas 2022, encarna con feliz coherencia la figura del creador contemporáneo volcado en desvelar los mecanismos del poder
5 octubre, 2022 19:35Rogelio López Cuenca es un artista de dimensión política. Incluso podría ser lo suyo una manera de hacer política tomando la pértiga y el altavoz del arte. No es que encontrara de casualidad ese riel para impulsar sus ideas: es que no podía ser de otro modo. Nació en la localidad malagueña de Nerja en 1959. Estudió Filosofía y Letras entre 1977 y 1982, encajado entre la legalización del PCE y el primer triunfo de Felipe González. Allí pasó del fuego libertario al desencanto ideológico en una rápida travesía que hizo de él un hombre al margen. “Me importa lo que la historia o el mercado dejan de lado”, ha señalado en alguna ocasión para explicar su motor creativo.
De él se sabe que comenzó de poeta a lomos de un par de libros. Un poeta de hacer lento, de economía frágil, de concentración y hermetismo pero que, al poco, cambió de rumbo. Decidió pasar del poema a la poesía visual. Al arte, al desafío. Y todo lo que vino después ha llevado a su trabajo a uno de los campos de pensamiento más críticos contra el sistema contemporáneo de la cultura, desde las políticas migratorias hasta la memoria histórica, pasando por las nuevas formas de especulación urbana, entre ellas, el turismo. En uno de sus proyectos puso en la diana la mercantil picassización de Málaga (y su reverso, la forzada malagueñización de Picasso) a raíz de la apertura del museo dedicado al genio en su ciudad natal.
Sus obras –quizás, sus juegos– orbitan ideológicamente en el lado de la risa y la subversión. En la Exposición Universal de Sevilla retiraron, a pocas horas de la inauguración, el proyecto que le habían encargado a cambio de cinco millones de pesetas para las calles del recinto, en el que replicó con fidelidad la señalética oficial con textos e iconos diferentes, marcados por la crítica y la confusión intencionada. Guardadas durante años, una de las piezas se encuentra en el acceso principal del Centro Andaluz de Arte Contemporáneo (CAAC), ubicado en lo que fue el corazón de dicho certamen, y otras dos se exhiben en la actualidad en el Patio Nouvel del Museo Reina Sofía de Madrid.
Ya entonces era perceptible en López Cuenca un permanente interés por indagar en el lenguaje. O, para ser más precisos, una cierta predilección por desmenuzar los mecanismos narrativos que utiliza el poder –en cualquiera de sus variantes: político, militar, cultural, artístico, académico...– para imponer y extender su visión del mundo. Otras veces se ha servido de la palabra para generar contradiscursos que, al tiempo que desenmascaran dichas narraciones, pueden contribuir a revertirlas. Sucede así en su Bandera de Europa (1992), donde las estrellas de la enseña son sustituidas por los logotipos de la OTAN y Mercedes-Benz, o en la señal Bienvenidos (1998), donde un policía amenaza al recién llegado con su porra.
“Lo que transforma el mundo son los lenguajes y las maneras de percibirlos. Las únicas revoluciones posibles están en los lenguajes, y los fracasos de las revoluciones están en que dejaron sin tocar esos aspectos de la propia realidad”, ha afirmado el artista malagueño, a quien bien se le podría ubicar en la misma frecuencia creativa que Joan Brossa o Isidro Valcárcel Medina. El collage, la instalación, el vídeo y la poesía conviven en su trabajo en una sugerente ceremonia de confusión. Todo es todo y a la vez podría no ser lo que creemos. No es esoterismo ni afán jeroglífico, sino una voluntad irrenunciable de cuestionar lo que parece inmutable.
De ahí que a su práctica artística –que acaba de ser reconocida con el Premio Nacional de Artes Plásticas que otorga el Ministerio de Cultura– se le pueda descubrir cierto parentesco tanto con las derivas más heterodoxas del pop como con la pulsión vitalista y transgresora de las vanguardias históricas. En esta línea, sus propuestas rebosan los límites de los museos, actúan sobre materiales ya existentes, poniendo en cuestión el valor que la originalidad tiene en el arte, y suelen, a menudo, partir de experiencias colectivas, acaso heredadas de su vinculación juvenil con los grupos artísticos Agustín Parejo School y UHP (Uníos, Hermanos Proletarios) y la banda de pop Peña Wagneriana, con su descacharrante Hirnos de Andalucía (Ojú, qué caló).
Ese ánimo colaborativo ha pervivido en las reflexiones de Rogelio López Cuenca en torno al espacio urbano generadas a partir de la década de los noventa. De forma habitual, el artista malagueño ha convocado a creadores y estudiantes locales para confeccionar mapas críticos de ciudades como Roma, Lima, Mataró, Valencia, Valparaíso y México D.F. Esta particular colección cartográfica se reunió al completo para la exposición Radical Geographics celebrada en el Institut Valencià d’Art Modern (IVAM) en 2015, en la que, además, se confeccionó el trabajo Valencia/Polivalencias para levantar acta de los estragos ocasionados por la opulencia y la especulación inmobiliaria en aquella capital durante las décadas de gobiernos conservadores.
“Desaparece la ciudad como un espacio de usos compartidos y se convierte en una especie de hipermercado al aire libre”, ha denunciado en alguna ocasión López Cuenca, quien se coronó en el arte español en 2019 con la retrospectiva que le dedicó el Museo Reina Sofía bajo el título Yendo leyendo, dando lugar (al igual que su tesis doctoral, leída en la Universidad de Castilla-La Mancha tres años antes). Para tal ocasión, ideó expresamente el proyecto Las Islas, un conjunto de piezas elaborado con distintas técnicas y soportes que proponían una relectura corrosiva de algunos textos y grabados históricos relacionados con el descubrimiento de América para mostrar la mirada colonial como dispositivo de control.
Desde entonces, el tiempo ha ido ensanchando el espacio inconcreto de López Cuenca. El suyo es hoy un territorio difícil de definir, donde la obra parece hacerse performativa y sólo se completa con el espectador. Más o menos lo que es el arte, pero en su caso con una intención de enredar, de hacer dudar, que sobrepasa géneros para establecer un sólo país donde todo sucede: su ironía y su desacato. Su trabajo se ha situado en los intersticios, en las zonas de sombra, en el espacio de grieta que queda una vez que la convención y la institución todo lo ahorma, tal como revela el proyecto Málaga 1937/ Nunca más, un homenaje a las víctimas de la Desbandá, la masacre de civiles perpetrada en la carretera Málaga-Almería durante la Guerra Civil.
A estas alturas, López Cuenca sigue, entretanto, avanzando en esa singular aventura que lo ubica en el núcleo duro de un arte concebido como la sutileza de un cóctel molotov, con su parte de verdad y su otra mitad de mensaje de consumo rápido y bien percutido. Es un creador que legitima su protesta en la sorpresa y el descubrimiento que ésta plantea. Y así se instala en el mainstream del mercado –la galería Juana de Aizpuru representa sus intereses desde los primeros años– desafiando al mercado. Sirviéndose de él para que sus acciones alcancen ese punto de megafonía imprescindible para ser atendido en un ámbito cultural hecho de eslóganes artificiales y rentabilísimas imposturas.