Llátzer Moix lleva más de veinte años escribiendo sobre arquitectura. Primero, como responsable de Cultura en La Vanguardia; ahora, como subdirector y columnista del diario. Moix ha dado a conocer a través de sus artículos una disciplina que nos implica a todos, porque todos vivimos rodeados de arquitectura. Habitar y construir –dijo en su día Heidegger– van de la mano. De ahí la importancia cultural, económica, social y política de las obras arquitectónicas y de sus creadores, a los que Moix da la palabra en su nuevo libro: Palabra de Pritzker (Anagrama). Tras escribir ensayos como La ciudad de los arquitectos, Arquitectura milagrosa o Queríamos un Calatrava, el periodista de Sabadell reúne una serie de entrevistas con los principales ganadores de este prestigioso galardón. En este libro escuchamos de primera mano a los máximos representantes de la arquitectura del siglo XX y de las primeras dos décadas del XXI.
–En la introducción reflexiona sobre a quién puede interesarle un libro de entrevistas y sobre la manera en la que la arquitectura es un arte que nos implica a todos. ¿Hasta qué punto somos conscientes de la importancia de la arquitectura?
–Todos vivimos en algún lugar y todos nos sentimos más o menos cómodos con dicho lugar. Y esta sensación de comodidad, mayor o menor, podemos atribuirla en parte a la arquitectura del lugar habitado. De lo que no hay duda es que, independientemente de si somos más o menos conscientes, no podemos escapar de la arquitectura, sobre todo si vivimos en una ciudad. Vivimos dentro de una arquitectura. Cuando salimos a la calle estamos rodeados de arquitectura. La tarea que me impongo cuando escribo críticas de arquitectura no es la de criticar stricto sensu las obras, sino ofrecer al lector los elementos para que sepa si los lugares en los que vive hacen su vida mejor o peor.
–Esta es una de las cuestiones que se plantean algunos de los arquitectos a los que entrevista, mientras otros se centran más en construir una obra singular y original, independientemente del entorno.
–Esta dicotomía existe, pero el hecho de prestar más atención a un aspecto o al otro no es algo caprichoso, sino que tiene que ver con la evolución histórica de la arquitectura, una evolución que se puede ver a lo largo de los distintos Prizker que se han concedido a lo largo de los años. El palmarés puede dividirse en tres etapas: una etapa inicial, en la que se reconocía a los grandes maestros vivos; una segunda, vinculada a los años de bonanza económica y en la que se premiaba especialmente a los llamados arquitectos estrella, muy creativos y capaces de crear diseños arquitectónicos únicos y una tercera etapa y, por el momento la última, que da inicio más o menos con la crisis económica del 2008, en la cual se reconoce la preocupación de los arquitectos por ciertas cuestiones que surgen entonces: el medioambiente, el ahorro energético, temas sociales, el problema migratorio…
Todas estas cuestiones requieren soluciones arquitectónicas. Por ejemplo, sabemos que el flujo de seres humanos desde el ámbito rural al urbano es constante: a inicios del siglo XX solo el 30% de la población vivía en las ciudades, pero se calcula que en 2050 ese porcentaje aumentará hasta el 75%. Este hecho obliga a la arquitectura a pensar cuestiones como la vivienda, como lo hace el chileno Alejandro Aravena, autor de la llamada vivienda incremental, pensada para quienes llegan a las ciudades sin recursos y a quienes la Administración no sabe dónde ubicar. Aravena propone viviendas que cuestan, incluido el terreno, 10.000 dólares.
–¿Influye también el hecho de que el origen social de los arquitectos ha cambiado?Ya no vienen exclusivamente de Occidente ni tampoco de contextos acomodados.
–Es evidente que el Pritzker es un premio en el que la cultura y la tradición occidental han tenido un peso dominante. Dicho esto, yo no hablaría de las clases sociales de origen de los premiados cuanto de un cambio en las preocupaciones de la arquitectura. Seguramente en los años ochenta y noventa hubiera sido muy improbable que el premio distinguiera a un arquitecto como Francis Kéré o los franceses Anne Lacaton y Jean-Philippe Vassal, que son los galardonados en las últimas dos ediciones.
Kéré despunta y es apreciado no por haber hecho el museo más despampanante para la ciudad más rica de Estados Unidos o de Japón, sino porque lo primero que hizo, antes de terminar sus estudios, fue montar un crowfounding y construir un colegio en su pueblo. De pequeño, él, hijo del jefe de la tribu, tenía que hacer diariamente kilómetros hasta llegar al pueblo cercano para ir a la escuela porque en el suyo no había ninguna. Lo que cambian son las preocupaciones. Kéré es un africano que se forma en Alemania.Mñas que el origen social lo que ha cambiado es la conciencia y las preocupaciones de grandes grupos de arquitectos. Y, a este respecto, hay que felicitar al Pritzker y a sus jurados por haber tenido la habilidad de adaptar la sensibilidad del galardón a la de cada época.
–El premio se otorgó durante dos de sus tres épocas a arquitectos occidentales…
–La arquitectura más espectacular y visible, desde la época de los faraones, se asocia al poder. Junto al militar, el mayor poder actualmente es el económico. De ahí, que los países con recursos sean aquellos que, desde siempre, han podido costear las obras más grandes y tener los arquitectos más destacados. No hablaría de eurocentrismo. Lo que pasa es que la capacidad de producción arquitectónica de ciertas áreas mundiales es superior a otras por una cuestión de músculo económico.
–Tras la crisis del 2008 los arquitectos más solicitados trabajan, sobre todo, en países árabes, ricos en petróleo, o en Extremo Oriente.
–Obviamente, en países extremadamente ricos. Hay que tener en cuenta de que estos países se han interesado casi exclusivamente por estos arquitectos estrella, reconvertidos, por decirlo de alguna manera, en un producto de consumo global. Incluso en algo más. Son profesionales que con sus obras aportan, más allá del valor arquitectónico, que se les presupone, pues todos son profesionales de altísima calidad, un plus de prestigio. En un momento determinado, a principios de este siglo, en España algunos alcaldes y presidentes autonómicos aspiraban a poner en su territorio una pieza arquitectónica importante que atrajera a la gente. Y no dudaban en ver si podían tener un Foster, un Gehry o un Nouvel.
En Barcelona o Bilbao había una cierta afición… no diré al coleccionismo, pero sí a aglutinar obras de los arquitectos más mediáticos. Como me dijeron muchos dirigentes municipales: “Si ya tenemos obras de este, de este y de este, vamos a por la de aquel”. Se tenía la sensación de que la arquitectura de calidad, encarnada por firmas consolidadas, era un activo que convenía recoger e, incluso, acumular para presentarlo como la garantía, no siempre cierta, de que la ciudad en cuestión estaba haciendo bien los deberes. En otras palabras: se concebía la arquitectura como un mero agente de crecimiento y se vendía así la idea de que la ciudad podía comprar los elementos que le permitieran dar el salto a esa concepción más terciaria de servicios, turismo y atracción.
–Usted ha escrito un ensayo sobre Calatrava: muchas de estas grandes obras supusieron importantes desvíos de dinero público.
–En las arquitecturas muy espectaculares o exclusivas, o aquellas que proceden de encargos de clientes que utilizan –no de la forma escrupulosa con la que deberían– el dinero público siempre hay un riesgo de desvío de capital. En las obras mastodónticas el control del presupuesto es mucho más complicado que en obras sin esas ambiciones de originalidad y espectacularidad. En el caso de estas últimas hablamos de construcciones estandarizadas y procesos industrializados que, indudablemente, abaratan costes. Sin embargo, en obras singulares y con notables dimensiones es frecuente que los presupuestos de disparen, aunque no es necesario que ocurra. Lo que quiero decir con esto es que, si bien es algo que suele suceder, en este libro entrevisto a arquitectos que tienen a gala, y hay que felicitarlos por ello, que los presupuestos no se les disparen. Para ellos los presupuestos son un elemento importante del proyecto. Probablemente sean elevados, es cierto, pero esto no quiere decir que los arquitectos se sientan cómodos con el hecho de que haya desfases respecto a lo acordado.
–Frank Gehry, el arquitecto estrella que menos estrella parece, dice que a él los presupuestos no se le van de la mano.
–Él es una persona particularmente afable y cálida. Alguien que tiene el negocio muy bien organizado en el sentido de que, por un lado, cobra el proyecto y, por el otro, cobra la realización del proyecto. Fue uno de los primeros en incorporar a su trabajo un software que procede de la industria aeronáutica y que le ha permitido trabajar con unas herramientas de alta precisión que ayudan a controlar la ejecución de cada proyecto y, consecuentemente, también su presupuesto.
–Foster tiene una empresa con más de 1.500 empleados. No es el único: todos los arquitectos estrella terminan siendo dueños de grandes estudios. ¿Cuando se les contrala se encarga un diseño a un arquitecto o a una marca?
–Esto es algo inevitable. Es cierto que Foster es el dueño de la mayor empresa de todas las que se citan en el libro, pero también los es que, quizás, en esos megamontajes empresariales se puede controlar mejor hasta cierto punto la autoridad y, por tanto, la autoría. Me explico: como cuenta Foster en la entrevista, desde el primer momento él quiso prepararse para optar a los principales proyectos. Y lo consiguió. La prueba es que, en determinados momentos, ha estado trabajando simultáneamente, además de en otras obras, en dos o tres aeropuertos, que son un paradigma de estos encargos de extraordinaria importancia. Llevar simultáneamente proyectos de este calibre requiere una gran organización. Y plantea la cuestión sobre la que me estás preguntando y que yo mismo le pregunté a Foster.
Él me comentó que en su empresa hay un comité de diseño que él preside y otro que supervisa las siete, ocho o diez ramas del negocio. La empresa se rige por una férrea filosofía de diseño y unos objetivos inexcusables, casi siempre de orden medioambiental y energético. Todos los proyectos tienen que alcanzarlos. Y los que no atiendan a estas cuestiones no son un Foster y, por tanto, son rechazadas por el propio arquitecto. Dicho esto, también me confesó que puede estar encima de diez, máximo quince proyectos, pero no de todos los que se llevan a cabo dentro de la empresa. Lo que sucede es que él espera que la organización interna, con sus distintos comités, permita garantizar que cualquier obra que salga de su estudio sea un Foster.
–¿Y más allá de Foster?
–Todos los grandes despachos saben que se juegan el prestigio y la fama en cada proyecto importante que mueve mucho dinero. Cuando aparece un cliente con una propuesta menor, por ejemplo, un consistorio o, pongamos por caso, un edificio de viviendas de 2.500 metros cuadrados, Foster, como cualquier arquitecto de fama, le prestará la justa atención. Estos proyectos le interesan, pero solo en parte. Sobre todo desde un punto de vista comercial, pero sabe que no son decisivos para su carrera. Lo tiene que hacer bien. Es consciente de que no la puede fastidiar, pero tampoco meterá en esta cesta los principales huevos porque tiene otras cestas más importantes que atender.
–La importancia de los proyectos para los arquitectos no siempre se corresponde con la libertad creativa. Pienso, en concreto, cuando los clientes son marcas que buscan algo muy específico.
–Esto que planeas se ve muy bien en Tokio. Allí encontramos la calle Omotesando, donde están todas las grandes marcas: Todd’s, Louis Vuitton, Prada… Lo que aquí tenemos en el Paseo de Gracia allí se multiplica por cien porque ahí se ubican los flagship (los estandartes) de estas marcas. Esto hace que la calle Omotesando se convierta en un gran premio de Fórmula 1. Cuando los arquitectos son llamados para construir ahí son conscientes de que, lo quieran o no, entran en una competición. Prueba de ello es que con la tienda que diseñaron para Prada Herzog y De Meuron consiguieron su mejor proyecto hasta entonces. Dicho esto, también es cierto que puede pasar que algunos, aún aceptando construir en Omotesando, no se sientan cómodos con el encargo o no pongan todos los huevos en dicho cesto. Y es que las variables son muchas: el arquitecto puede tirar de un lado o del otro; el cliente puede estar más o menos acertado a la hora de realizar el encargo, y el lugar puede ser más o menos propicio.
–La originalidad y la libertad creativa son valores que están siempre actualizándose. En su entrevista con Renzo Piano habla de las críticas que recibió el Pompidou –una obra firmada junto a Richard Rogers– nada más inaugurarse.
–Rogers, que es un arquitecto muy disruptivo, siempre dice que en arquitectura lo clásico es aquello que se produce en un momento determinado, que se consolida y que, al cabo de 500 años, sigue vigente. Por lo que se refiere al Pompidou, hablamos de una obra que se alimenta del espíritu del 68. Es completamente disruptiva y, en su momento, creó debate en un París de arquitectura decimonónica y uniforme, donde el Pompidou cayó como un ovni. Algo parecido sucedió en Londres, de la mano de Rogers, cuando construyó en el corazón de la City el Lloyd’s Building. En ambos casos, a Rogers se le echó todo el mundo encima. Lo que sucede es que, con el tiempo, la percepción fue cambiando y dos años después de inaugurarse, el Pompidou se convirtió en el museo más visitado de Francia.
Lo que nos dice esto es que lo clásico está muy bien, pero que está para convivir con la novedad siempre y cuando la novedad tenga sentido. El Pompidou es un edificio que refleja el espíritu de su tiempo y que marcó una época por su estética y su éxito. Es un edificio que se sustenta, entre otras cosas, en la idea del espacio público. La mitad del solar está ocupada por una plaza. Y esa parte que pierde el edificio en beneficio de la plaza se recupera a través de su hexoestructructua visible, que hace que cada planta sea diáfana, visible y, por tanto, también sea una especie de plaza pública. En este sentido, el Pompidou es una especie de manifiesto de la época.
–Se inauguró en 1977. ¿Fueron los setenta decisivos para el devenir de la arquitectura?
–La arquitectura del siglo XX, sobre todo a partir de los años veinte, come del Movimiento Moderno. No es hasta los ochenta, con el postmodernismo, cuando aparecen movimientos de contestación. En Estados Unidos dieron frutos interesantes, en Europa algo menos, aunque todos tienen una vida bastante corta. Otros movimientos que aparecen –deconstructivismo, parametricismo– tienen impactos todavía menores. Y no porque no tuvieran elementos interesantes. Lo que es cierto es que en los ochenta se detecta una inquietud arquitectónica que, sin negar el movimiento moderno, supone un paso hacia adelante. Con el High-tech, que puso al día las técnicas constructivas, Foster y Rogers dotan a su arquitectura de una imagen nueva. Comienzan también a aparecer arquitectos que dan una vuelta a las técnicas y a los materiales desde una perspectiva medioambiental. Siempre menciono a Glenn Murcutt, que es un caso paradigmático de algo que se colige de este libro: la importancia del periodo formativo e, incluso, de los años de infancia, para determinar el tipo de arquitectura que les distinguirá en el futuro.
–Volvamos a Glenn Murcutt.
–Es alguien que pasa su primera infancia en Papúa Nueva Guinea, en un clima tropical y en una naturaleza desbordante y, seguramente por esta experiencia, se ha centrado en arquitecturas que tratan de protegerse de los elementos de la naturaleza a la vez que intenta sacarles el máximo rendimiento. Sus edificios interactúan con el entorno natural y lo aprovechan todo: el sol, la humedad, el viento… Se convierten en una maquinaria perfecta, insuperable, para sacar provecho de la naturaleza. El indio Balkrishna Doshi creció en la típica casa en la que vivían hijos, padres, abuelos… Cuando le encargaron construir un barrio ideó viviendas en las que pudiera vivir mucha gente no fuera imposible reconvertir en talleres, con una parte interior y otra exterior. Esto refleja la conciencia que tiene Doshi de lo que debe ser una vivienda y de qué necesidades debe cumplir.
–Entrevista a Rafael Moneo, el primer español con un Pritzker. ¿Cuán fundamental fue para su trayectoria salir de España?
–Ahora están muy de moda los Erasmus, pero cuando Moneo se va de España es un pionero. Él es un gran docente, un gran académico, un gran conferenciante, un gran arquitecto, un gran ensayista… Tiene un conocimiento oceánico de la cultura arquitectónica clásica y conoce al detalle la arquitectura contemporánea. Una persona tan completa, en un momento en el que no hay tradición de salir a trabajar al extranjero, se va a Dinamarca, al estudio donde se está diseñando el primer edificio icónico del siglo XX, antes de que aparezca el fenómeno de los arquitectos estrella. Me refiero a la Ópera de Sídney, sobre la que realiza los dibujos geométricos. Años más tarde, tras haber hecho contactos, también dentro del mundo académico, en Harvard están buscando un nuevo decano. Entonces quedan fascinados por el trabajo de Moneo en Mérida y lo nombran decano de la Facultad de Arquitectura.
–¿Coderch, a quien Marcutt cita como referente, fue una especie de “predecesor” de Moneo en cuanto a la internalización?
–Su caso no es comparable con el de Moneo, pero es cierto que Coderch acudía a las reuniones del Team Ten y era alguien reconocido. Nosotros le recordamos como un grandísimo arquitecto con una personalidad social muy ultramontana, pero tenía otras facetas: tenía contactos en el extranjero que administraba con mucha generosidad. Cuenta Murcutt que, con treinta y pocos años y en Barcelona, Coderch le dedicó todo un día. Coderch no es una figura local, sino alguien cuya obra es muy apreciada en círculos profesionales fuera de nuestras fronteras, si bien no construyó fuera de España.
–España tiene dos Pritzker. ¿Cómo está el sector tras los años de la crisis?
–Los arquitectos que estaban en la facultad en los años de la crisis crecieron con la imagen de las grandes figuras: los Foster, los Gehry…. Cuando salieron al mundo laboral se encontraron con un páramo. No solo se dieron cuenta de que ese tipo de proyectos no estaban a su alcance, sino que no había proyecto alguno porque, con la crisis, aquí ya no se construía nada. En 2009 los visados de los colegios de arquitectos cayeron un 85%. El sector quedó K.O. y la mitad de los despachos de arquitectura de Barcelona cerraron. La nueva generación de arquitectos tuvo que pensar e idear formas de supervivencia en un contexto de precariedad. De esta necesidad surgieron en Barcelona propuestas interesantes.
Por ejemplo, Hac arquitectes, Claudia Aguiló, Emiliano López o Lacol, arquitectura cooperativa y que ofrece precios reventados si los comparamos con los que dicta el mercado. Ahí está el problema: cuando alguien dice que el 85% de la arquitectura es una porquería se refiere a que no siempre se priorizan los criterios de calidad arquitectónica. El gran piloto de la arquitectura es el mercado y la gran preocupación del mercado son los beneficios que se pueden obtener. Si en lugar de un 4% o de un 6% se aspira a un 16% de rentabilidad, los costes deben ser menores y la calidad de los materiales será inferior. A este problema, vinculado al sector privado, hay que añadirle otro, esta vez vinculado al sector público: la administración saca un proyecto a concurso entre cinco equipos invitados. Se les dice que el coste mínimo es de dos millones de euros. De pronto, aparece un tipo que dice que él lo puede hacer por un millón doscientos mil euros. Se lo dan, pero ¿cuál va a ser el resultado?