Topografías de la memoria histórica
Dos exposiciones reivindican una nueva idea del patrimonio urbano de Barcelona ligada a identidades políticas e históricas diferentes a la lectura institucional
14 mayo, 2021 00:00En el imaginario actual de las ciudades occidentales, en ese espacio virtual que ahora se constituye con imágenes procedentes de ámbitos muy distintos, aplanadas por lo tele-tecno-mediático, existe en una proporción cada vez más protagonista, una buena parte de ellas dedicadas a la recuperación del pasado. Este operador actúa siguiendo diversas líneas argumentales: culto, tutela, holocausto, identidad o desaparición, todas ellas quieren conjurar los efectos perversos del olvido general que instauró en la sociedad europea ese objeto del siglo XX, que ha sido signado irónicamente por Gerard Wajcman como destrucción.
Es ese objeto quien desafía culturalmente, con su falta de figura, a todas las técnicas de la representación, en un empeño que permita hacer visible --y eso quiere decir desde la segunda parte del siglo: hacer imagen-- posibles definiciones asequibles para una sociedad que vive los efectos de un trauma. Política de duelo, topografía del terror, holocausto, Shoah. Una terminología desgranada a lo largo de la posguerra que atraviesa diferencialmente cualquier geolocalización urbana, que se apresta desde hace más de siete décadas a dar alojo y soporte en sus diferentes ámbitos: plazas, museos, calles, toponimias, monumentos, lugares, casas, al despliegue de ese imaginario construido y mediado por una panoplia amplia de técnicas y modos de visualización: fotografía, cine, arte, escultura, literatura, participación o gestión política.
Ello supone una habitabilidad urbana ampliada, en la que la instantaneidad triunfante de sus modos de vida, viene compensada por los efectos de esta tarea de traer el tiempo pasado al presente, incluso convirtiéndolo en identidad proyectada al porvenir. Ahora en la ciudad se viven tiempos y ritmos diferentes, resultado de un mundo globalizado, en los que se inserta este rememorar un pasado que puede celebrarse como identidad o duelo, como conjura o recuperación, como capa de olvido o activación contemporánea de lo revivido; definitivamente esta contemporaneidad urbana se asemeja a la imagen ofertada por Giorgio Agamben a los estudiantes de un curso en Venecia, representada por la mirada a un cielo estrellado en el que las amplias zonas oscuras no está vacías sino que, simplemente, nuestra visión no alcanza a figurar la trayectoria de lo que allí se desplaza.
Es el eco molesto de una ausencia que envía nuestra atención a un vacío hasta disolverla en ese espacio. Si seguimos esta pista, pronto nos encontraremos involucrados en un proceso seguido los últimos siglos por una iniciativa empeñada en borrar las huellas depositadas por los tiempos anteriores sobre el territorio de la habitabilidad occidental, su mandato era claro: desterritorializar y sus límites ambiciosos, tanto como para que "lo sólido se convirtiera en gaseoso", pues todos sabemos que ese estado de la materia es el más manipulable.
La efectividad del mismo ha sido de tal magnitud, que pronto hubo que dedicarse a la amplia labor de establecer las conexiones borradas, los caminos perdidos, los objetos dispersos y los valores y rituales desechados, bien fuera para aherrojarlos en esas superficies abiertas de los museos, cada vez más abiertas, hasta confundirse con las de los almacenes; bien para insertar todas esas ruinas sobre ruinas de alto valor procedente del pasado y acumuladas a los pies del Angelus Novus, en urnas bien protegidas a las que se le encomendaba la labor imposible de devolverlas a sus contextos de origen, una labor que han puesto en marcha todas aquellas fuerzas aliadas con la historia. Con ello, una contemporánea topología cultural se abrió camino en eso que llamamos espacio de la globalización, introduciendo una especie de lugares, semejantes a los antiguos santuarios, en los que se celebraba un deslocalizado culto a lo desaparecido.
Podría ser ésta la sensación si, en un primer impulso, acudimos al Museu Nacional d’Art de Catalunya para visitar la exposición La guerra infinita. Antoni Campañà i les tensions d'una mirada (1906-1989), abierta hasta el 24 de julio. Comisariada por Toni Monné, Arnau Gonzàlez i Vilalta y Plàcid Garcia-Planas, la exposición saca a la luz 300 fotografías que Antoni Campañà tomó durante la Guerra Civil --y que él mismo ocultó en una “caja roja”-- de momentos y situaciones que se estaban viviendo en esos años en Cataluña. Tras su descubrimiento en 2018 por la familia, se presentan ahora dentro del programa Guerra Civil. Art, conflicte i memòria, en el MNAC: el emblemático edificio de la Exposición Universal y un soporte excepcional donde dar cuenta de esta importante producción, callada por oculta, de uno de los fotógrafos catalanes más relevantes y reconocidos a nivel internacional del pasado siglo.
Con todo, la memoria se nos escapa entre las manos. Como aquel ángel de la historia que Walter Benjamin entreveía con el dibujo de Paul Klee, nuestros ojos están desencajados y la boca abierta, pero con el deseo de mantener las alas desplegadas. Miramos atrás desde diversas posiciones dispuestas para ello, y lo que vemos se manifiesta como una única catástrofe. Sí, hagamos memoria por un momento, intentemos fijarla, imaginemos. En realidad, decía Michel de Certeau en la Invención de lo cotidiano, “la memoria es el antimuseo: no es localizable. (...) Los lugares son historias fragmentarias y replegadas, pasados robados a la legibilidad por el prójimo, tiempos amontonados que pueden desplegarse pero que están allí más bien como relatos a la espera y que permanecen en estado de jeroglífico”.
Angelus Novus / PAUL KLEE
Ampliemos, pues, el punto de vista. Desde el MNAC pensemos en otros escenarios cercanos –espacial y temporalmente– que se han reunido en estos días en torno a Montjuic, en concreto en La Virreina Centre de la Imatge, en La Rambla, donde hasta hace unos días hemos podido asistir, de la mano de su comisario Pedro G. Romero, a “Días de ira. Comunismo libertario, gitanos flamencos y realismo de vanguardia. Helios Gómez”.
Un recorrido excelente en el palacio de la Virreina, significativo ejemplo del barroco catalán, por los dibujos y el imaginario de este artista (Sevilla, 1905; Barcelona, 1956), con ese sello especial --como señaló Jean Cassou-- del andar errante, del peregrinaje. Y es que Helios Gómez, así lo presenta Pedro G. Romero, toma su fuerza de los pasados olvidados y de los futuros inminentes, que diría José Esteban Muñoz, y sus estampas, negro sobre blanco, constatan, sobre todo, la negación del estado de cosas que marcaron su presente. Nomadismo, éxodo y exilio, su forma de ser, su manera de vivir.
Helios Gómez e Ira Weber en su estudio de Moscú (1932) / AYUNTAMIENTO DE BARCELONA
En uno y otro espacio expositivo, entre unos y otros tiempos convocados, dos voces se iluminan por azar: Málaga y Portbou. La primera --con las fotografías de los rostros inconsolables de madres e hijos, fijados por Campañà, o el dibujo de tinta sobre cartón Horrores de la Guerra: Málaga 2 de Gómez-- haciendo visible la trágica huida de la población civil durante el asalto franquista de la ciudad; la segunda --con el reflejo de la exposición del MNAC en Girona, de las fotografías de Campañà que el Museu Memorial de l’Exili de La Jonquera expondrá simultáneamente hasta septiembre: Antoni Campañà. El día después de la Retirada: Portbou, 1939-- con el final de la también huida de Walter Benjamín unos años después de la desbandada. Con ellas, Málaga y Girona, el tramo de la N-340 entre Málaga y Almería y el Memorial de W. Benjamin, con sus pertinentes consideraciones patrimoniales, atraviesan el espacio de las salas del MNAC y del Centre de la Imatge, nos atraviesan también a nosotros.
A veces una pequeña historia nos cambia la percepción del mundo, su interpretación y configuración, ya lo sabemos por Menocchio, el molinero de El queso y los gusanos de Carlo Ginzburg. Las pesquisas, los silencios y los gritos: los vacíos se llenan entre la iluminación y la vida de Helios Gómez, quien todo lo ve, o el ocultamiento de los materiales gráficos de Campañà. El Sur, Málaga y la desbandá (hoy vindicada como la huida por quienes preservan su memoria) aparecen junto a Pedro G. Romero y su recuerdo de la Semana Trágica y BCNegra.
Es nuestra cultura y patrimonio, nuestro salvoconducto: el antimuseo construido con los relatos de Michel de Certeau. Su arquitectura, la sala, no es más que el soporte para que aparezca el lugar, el fantasma; para que emerja lo menor, con su capacidad de rellenar el vacío y los silencios para unos pocos, sin pretender dar continuidad o sentido al pasado, cambiando apenas por un instante el curso del viento de la historia. Hay otras arquitecturas, quizás menores, que se instalan en esos silencios para dar cuenta de nuestra cultura y patrimonio haciendo visibles, audibles, sus valores resilientes. Como las de los espacios transformados por Eva Prat y Ricardo Flores de la Sala Beckett en Poble Nou, capaces de fijar esos relatos que encontramos en puntos de la ciudad o la geografía, o que nos llegan como susurros.
De Málaga y su imborrable y vergonzante carretera de la muerte al memorial de Benjamin de Portbou, la brisa del Mediterráneo nos reúne en una experiencia compartida: la de la huida. Así podremos patrimonializar el tramo Málaga-Almería de la N-340, carretera de la muerte tanto como del relax, o su conjunto, desde Cádiz a Barcelona para acercarnos a Portbou, con los vecinos malagueños y con Walter. Los vientos del sur nos reúnen en un mismo espacio; el ángel de la historia, su soplo, junta Málaga con Portbou en un lugar reconocible, propio. Benjamin, Campañà, Gómez o Romero (sin dejar a Prat y Flores o Beckett), dibujan sitios y situaciones, tiempos de envolventes circulares, lugares corrientes. Sus silencios se visibilizan, se congelan, ante este input y posibilidad de relación: una oportunidad. Las cartografías no son para el dominio sino para el encuentro; o si se quiere, guías para el desvelamiento de afinidades. La arquitectura disuelta igual que una instalación.