Estoy bastante enganchada a Instagram. Prefiero no calcular cuántas horas pierdo al día para ver fotos de mis amigos o comprobar si alguien ha dejado un comentario en mi stories, pero me consuelo pensando que al menos solo estoy enganchada a una red social. Twitter me parece super aburrida y Facebook ha perdido la gracia, porque la mayoría de mis amigos ya solo usan Instagram.
Sin embargo, cuando alguna vez me sorprendo a mí misma mirando las fotos de alguien que no conozco de nada --la ex de un antiguo novio, el amigo de la amiga de la amiga que acaba de separarse, la amiga del cole que hace mil años que no veo--, me entran ganas de eliminar Instagram del móvil y no volver a conectarme nunca más. Si no lo hago es porque sé que es inútil (siempre acabo volviendo) y porque no me conviene hacerlo. Tal y como está montando el mundo, necesito estar en Instagram o cualquier otra red social para promover mis artículos y mis libros. Para que me lean.
En total, me siguen 837 personas: ¡guau! La mitad son familiares, amigos, amigos de amigos, gente con quién habré coincidido de viaje alguna vez. La otra mitad, personas del mundo de los libros, periodistas, restaurantes, personas que cocinan bien o que habré entrevistado para algun reportaje. “Eres lo más cercano a una influencer que conozco”, me dijo una amiga, medio en broma, hace unos días. La broma no me hizo gracia. Las influencers me parecen un rollo patatero. No consigo entender por qué Paula Gonu tiene dos millones de seguidores, Maria Pombo, 1,8 millones o Laura Escanes, 1,5 millones. ¿Qué tienen de interesante sus vidas más allá de que son jóvenes, guapas y visten bien?
“Antes preguntabas a los niños qué querían ser de mayores y te decían: astronauta. Ahora te contestan: influencer famoso”, explica el periodista de Vanity Fair Nick Bilton en el documental Fake Famous, que él mismo ha dirigido. El documental, recién estrenado en HBO, nos muestra el interesante experimento de intentar transformar a tres jóvenes norteamericanos en influencers famosos, exponiendo la maquinaria “sucia” que se esconde detrás, como la manipulación de fotografías para aparentar lo que no son o la compra de seguidores y comentarios falsos (bots) en internet.
“Si no estás en Instagram, te cierras a muchas oportunidades: encontrar trabajo, encontrar pareja, etc.”, comenta Dominique, uno de los tres elegidos para el experimento. Dominique es una joven aspirante a actriz que intenta sobrevivir en Los Angeles trabajando en una empresa de envíos por Internet. Pero, gracias a la ayuda del equipo de Bilton, logrará multiplicar sus seguidores en Instagram (hoy tiene más de 300.000) y empezar a vivir de colaboraciones con marcas y de papeles para películas que antes no le ofrecían. A nadie parece importarle que más de la mitad de sus seguidores sean en realidad bots adquiridos en la página web Famoid (por si a alguien le interesa: 7.500 bots cuestan 120 dólares, unos 98 euros).
“¿Por qué no se toman medidas más drásticas para evitar este 'timo'? ¿Por qué no hace nada Instagram para evitarlo?”, se pregunta Bilton. La respuesta es “por dinero” que, a diferencia de los seguidores, “sí es real”. Resulta que las empresas tecnológicas que fabrican bots son la mar de rentables, y la banca y la bolsa tienen millones de dólares invertidos en ellas. Una granja de bots de tamaño pequeño puede ganar tres millones de dólares al mes, según el documental.
Si tan fácil es obtener falsos seguidores, no es de extrañar que en el mundo haya actualmente más de 40 millones de personas con un millón de seguidores en Instagram, y más de 100 millones con al menos 100.000. “Con tanta gente influencer es fácil conocer a alguien que conoce a alguien que es un influencer en instagram”, dice Bilton. En mi caso, es cierto para Paula Gonu y Laura Escanes. Sería divertido conocerlas en persona y averiguar cómo es su vida de verdad.