La Bureba (Burgos) / © NAVIA

La Bureba (Burgos) / © NAVIA

Artes

Navia: luz, alma y tierra

El fotógrafo madrileño José Manuel Navia publica ‘Alma Tierra’, un réquiem visual, nostálgico, íntimo y veraz de imágenes eternas sobre la España despoblada

11 diciembre, 2019 00:00

Invierno del 18. En medio de un crudo temporal, las níveas autopistas, colapsadas por conductores vencidos por el frío, escupen las reatas de coches devueltos a sus ciudades como paquetes extraviados cuando un conductor solitario, que lleva toda su vida conduciendo a contramano, enfila insensato la dirección contraria rumbo al corazón de la nevada. Ese conductor era José Manuel Navia (Madrid, 1957), el fotógrafo que en su nuevo libro, Alma Tierra (Ediciones Anómalas / Acción Cultural Española) nos obliga a mirar la yerma belleza, lechosa de nieve, de las Tierras Altas de Soria o nos introduce en el ardor de brasa y lumbre con el que una señora calienta la ferocidad gélida del invierno en el Sobrepuerto de Huesca allí donde arranca, precisamente, La lluvia amarilla, la novela con la que Julio Llamazares nos descubrió en 1988 –cuando eso, en este país, no le interesaba absolutamente a nadie- que la España rural se apagaba como una triste pavesa vencida por la despoblación y el olvido.

Pues al igual que Llamazares, pero con imágenes, José Manuel Navia lleva toda su vida retratando la España vacía mucho antes de que Sergio del Molino convirtiera la tragedia de la despoblación en un hashtag. Este libro, Alma Tierra –158 imágenes, el 70% de ellas inéditas y captadas en unas 25 comarcas que trazan el avance del virus de la despoblación del Norte al Sur de España– entona ese empeño a la manera de un réquiem, pues Navia captura la soledad de las paradas de autobús de la Alcarria bajo una luz que anuncia su definitivo crepúsculo o retrata a los pobladores de las casas con la dignidad épica de los árboles que se yerguen hundiendo su vida en la raíz de su paisaje y su tierra.

La Alcarria (Cuenca) / © NAVIA

La Alcarria (Cuenca) / © NAVIA

Para hacerlo, Navia no ha necesitado el proyectil de las cifras que ahora nos escandalizan y nos aturden con reiteración. Ésas que nos señalan que el 80% de la población vive en el 20% del territorio español: o dicho al revés, que el 20% de la población flota disperso como hojas secas diseminadas por ese 80% del territorio devastado por la bomba nuclear de la emigración forzosa, la atracción fatal por las ciudades y el desafecto a una palabra, rural, que la modernidad, en otro de sus alardes de orgullosa estupidez, despreció por retrógrada y cateta. 

No. Navia, el hijo de un panadero y una modista que con esfuerzo estudió Filosofía para convertirse inesperadamente en uno de los mejores fotógrafos, editores y pedagogos de España y que hace unos diez años, de hecho, abandonó el fragor laboral de Madrid para irse a vivir en Villatobas, un pueblo de 2.400 habitantes de Toledo, lleva toda su vida peregrinando por las soledades de España espoleado por el impulso irracional que, según él, debe guiar el acto fotográfico. 

Sobrepuerto (Huesca) / © NAVIA

Sobrepuerto (Huesca) / © NAVIA

Testarudo y cabezón “como todos los pequeñajos”, según se contempla con sorna a sí mismo, Navia, como obsesiona a cualquier fotógrafo, persigue el Santo Grial de la Luz a sabiendas de que, en realidad, no hay nada más interesante que lo engendrado por la sombra, como le gusta decir citando al poeta Ángel Crespo. El resultado de agitar ambos reversos, claridad y sombra, es la celebrada luz Navia, una imprecisa y delicada impregnación cromática más pobre, menos intensa, más modelada, preñada de nostalgia, algo macilenta y cálida que reverbera en sus imágenes igual que reverbera el motor de lo lírico en el interior de un poema: sin que sepamos cómo.

En los pueblos, Navia encuentra esa luz primitiva, moribunda y degradada y la trata con su sobriedad y su absoluta ausencia de efectismo habitual para construir una ambientación emocional, una romántica sutilidad, que hace clamar a las imágenes para que éstas proclamen, por domésticas y triviales que a simple vista parezcan, “más de lo que las fotografías nos cuentan”, según advierte Julio Llamazares en el texto del libro titulado, escueta, cruda y metafóricamente, “Se vende”.

Tierras Altas (Soria) / © NAVIA

Tierras Altas (Soria) / © NAVIA

Fotógrafo en las antípodas del refinado momento decisivo de Cartier-Bresson y que –sin llegar a quebrar la imagen y cargarla del puñetazo visual de un Robert Frank– rehúye los alardes de la exquisitez compositiva, Navia, ajeno al nuevo documentalismo conceptual cargado de teoría y, a menudo, desprovisto de auténtica sustancia visual, permite que el tema desate el estilo –“cuando el estilo no va ligado al contenido es pura gestualidad”, nos dice- y arma un puzzle fotógrafico que no nos cuenta exactamente una historia, porque la fotografía –cree Navia– no sirve para contar historias, pero que sí extrae de las imágenes su gran arma: su tremendo poder de evocación y de avivar la chispa para que, a partir de las fotografías, prendan ya las historias.

De modo que su inspección de las labores de labranza o con animales; de los paisajes –ya sean desoladoramente bellos, inhóspitos o afligidos por esas acechantes nubes negras enviadas por algún Dios cabreado–; de las aulas demacradas de colegios que quedaron sepulcralmente vacíos y llenas, solo, de los ecos mudos de los niños ausentes; de los muros agrietados por la tristeza de los caserones abandonados a la oxidación del paso de los años; o del rojo interior de las cocinas de las casas, es una inspección franca y naturalista que evita la tentación del retrato exótico o costumbrista, tan al alcance ahora de esos fotógrafos que “todavía salen a 20 kilómetros de Madrid vestidos como para ir al Amazonas”, según bromea Llamazares, podrían excursionar ahora por la España vacía como por un gran plató pintoresquista y de moda.

Sobrepuerto (Huesca) / © NAVIA

Sobrepuerto (Huesca) / © NAVIA

No, Navia no ha temido nunca que su interés por la España de los pueblos fuera descalificado de rural, tal y como ha ejecutado a menudo la crítica cultural española, descrédito en el que Llamazares encuentra un indicador “de nuestro complejo con nuestro pasado y de nuestra relación con nuestra memoria. No olvidemos que los que descubrieron el paisaje español fueron los viajeros románticos”, nos dice.

De esa España que a principios de siglo empleaba al 70% de la población en la explotación de la tierra y ahora solo emplea al 4,7%, da cuenta José Manuel Navia celebrándole una suerte de funeral fotográfico, una elegía visual cocinada a fuego lento, como todos sus trabajos, pues estas imágenes que huelen a tierra mojada, a leño ardiendo en la hoguera o a café y sopa caliente humeando en el plato, son fruto de la espera y del tempo moroso con el que Navia, pájaro solitario, ha fotografiado toda su vida, con la paciencia de quien aguarda la llegada del poder de la luz envolvente y de quien sabe que se juega su trabajo a la toma directa de cámara, pues Navia es un documentalista veraz y pudoroso que ha descartado de sus imágenes cualquier asomo de histrionismo y estridencia y cuyo mérito estriba en lo más difícil: poner, como dice él, “la cámara en el lugar de la escucha”; es decir, el objetivo fotográfico donde el espectador pondría el oído de un relato que los protagonistas de la imagen le narran pero que él no oye aunque que, al ver la imagen, de algún modo escucha.

Aula abandonada de la escuela de Estall. Sierra del Montsec (Huesca).

Aula abandonada de la escuela de Estall. Sierra del Montsec (Huesca).

Ejercicio de nostalgia por la imposibilidad de volver a un territorio roído y abandonado a su triste destino moribundo que, más allá de haber sido infierno o paraíso, eterno debate sobre la ruralidad que Navia no juzga, pero sobre el que sí se empeña en subrayar visualmente que contenía unos valores que la vida urbana ha perdido, Alma Tierra, un libro que por algo iba a llamarse Tierra nativa remediando el título de un trabajo del gran Paul Strand, fotógrafo que Navia tiene siempre de cabecera, nos devuelve al origen prístino de lo que somos y nos enfrenta a los pliegues de la memoria de un país en el que muy pocos, aunque sí algunos fotógrafos como él o escritores como Llamazares, no han dejado nunca de habitar. Ni dejarán de hacerlo, así se caiga a trozos.