Pocas veces aparece Velázquez en sus lienzos. Es quizás el rey Gaspar de la Adoración de los Magos, ejecutado hacia 1619, o el modelo del Retrato de hombre joven del Museo del Prado, de 1623. Está casi seguro en el autorretrato del Museo de Bellas Artes de Valencia. Pero, sin sombra de duda, lo tenemos --ya en el ocaso de su vida-- en Las meninas. El pintor mira al rey y a la reina, quienes parecen posar para él. Se trata de un hombre bien proporcionado, si bien su estatura es difícil de calcular. Su rostro está enmarcado por una larga caballera y, subrayando la nariz, el bigote negro, poblado y a la moda de la época: con las puntas en alto. Su expresión parece sosegada; ha renunciado a la mirada de desafío de los retratos anteriores. Como si hubiera comprendido que ha conquistado la admiración unánime de las generaciones futuras.
Asomado en esa obra maestra, Diego Velázquez (Sevilla, 1599 - Madrid, 1660) se ha convertido en el inquilino más ilustre del Museo del Prado. No solo por la poderosa huella y maestría de su pintura, sino por su extraordinaria presencia en los fondos del centro. La pinacoteca madrileña conserva la mayor colección de obras de arte del artista, alrededor de cincuenta, dentro de ese catálogo (menguante) de obras adjudicadas con total certeza a los pinceles del maestro. A la luz de las nuevas investigaciones, los 274 cuadros atribuidos a su autoría por Charles Boyd Curtis en 1883 se quedaron en 123 en el trabajo de José López Rey fechado en 1979. Jonathan Brown redujo la lista a 98, más otros siete realizados con colaboradores y nueve más posibles. En fin, una producción escasa para una carrera que duró más de 40 años.
"El pintor de los pintores"
Basta este magnífico caudal de obras para dar cuenta de un artista de poderosa vigencia, cuya fama, desde mediados del siglo XIX, no ha conocido eclipse. "¡Cómo hubieras disfrutado viendo a este Velázquez, que ya solo por él merece la pena todo el viaje! (…). Es el pintor de los pintores; no me ha sorprendido, sino que me ha encantado", reconoció Édouard Manet a su amigo Fantin-Latour el 3 de septiembre de 1865, en mitad de una profunda agitación tras contemplar el retrato del bufón Pablo de Valladolid. Goya ejecutó numerosos aguafuertes inspirados en los lienzos de aquel a quien tenía por su maestro. Otros como Picasso reinterpretaron los personajes de Las meninas y Francis Bacon, obsesionado con el retrato de Inocencio X, rehízo mil veces las expresiones del Papa Giovanni Battista Pamphili antes de fallecer en Madrid en 1992.
Un visitante observa el retrato del príncipe Baltasar Carlos, a caballo (1634-1635) / OBRA SOCIAL LA CAIXA
También en esa limitada producción está la exhibición de fuerza de un pintor muy protagonista en su época. "No fue solamente un hombre que vivió en un tiempo y en un medio bien definidos, en un país de originalidad muy marcada. Encarnó por sí solo algunos de los intereses esenciales de una sociedad", adivinó el hispanista Bartolomé Bennassar, recientemente fallecido, en su biografía Velázquez. Vida (Cátedra, 2012). En este mismo carril, Jonathan Brown, una de las voces más autorizadas en el maestro sevillano, ya indicó sobre él en su indispensable Velázquez, pintor y cortesano (Alianza, 1986) que, "como todo gran artista, fue conformado por el mundo que le rodeaba, aun cuando al final fuera capaz de trascenderlo”. "Las suyas son obras maestras contenidas", remató el experto estadounidense.
Artista de su tiempo
Hacia esa dirección apunta ahora la exposición Velázquez y el Siglo de Oro, que viene a decir algo nuevo sobre el pintor cuando (casi) todo parecía dicho. La cita, abierta en el Caixaforum Barcelona gracias a la colaboración del Museo del Prado, presenta al maestro sevillano como un creador que fundó en la pintura una nueva estética por la que hizo pasar el arte de su tiempo y llegó a convertirse en un largo eco de futuro. "Seguro así en su protegida posición [al servicio de Felipe IV] alimentó su genio y descubrió el modo de transmutar las imágenes de reyes y reinas, príncipes y princesas, en una forma de arte nuevo que continúa ganando fuerza mucho tiempo después de que el recuerdo de sus protectores se haya debilitado hasta el olvido", sostiene Jonathan Brown, del Institute of Fine Arts de la Universidad de Nueva York.
Queda claro que él fue, sin duda, un personaje fuera de lo común. Un niño sevillano que se alista de aprendiz en el taller del pintor y tratadista Francisco Pacheco, quien pronto descubre su genio y lo convierte en su yerno; un hombre que, durante 35 años, fue el íntimo más habitual y solicitado del rey Felipe IV, su retratista titulado y de la familia real, pero que se plantó con maestría en los más variados registros: la pintura de género, la fábula mitológica, el cuadro de historia, el paisaje, el desnudo femenino, las imágenes religiosas. Un funcionario de alto rango a quien su monarca envió a Italia en busca de obras del arte clásico; un hombre que dialogó con Rubens, que conoció en Roma a Bernini, que se codeó con Nicolas Poussin y Claudio de Lorena mientras ejecutaba los retratos del Papa y sus cardenales… En definitiva, Velázquez es España en su mejor momento de la historia de la cultura del siglo XVII.
El lienzo Adoración de los magos (1619), una de las obras de la etapa sevillana del pintor. OBRA SOCIAL LA CAIXA.
Artistas itinerantes
Esta circunstancia, sin embargo, no lo convierte en un creador de onda corta. Ni siquiera en el producto más sublime de una escuela nacional. Trabajó siempre, a lo largo de toda su carrera, por estímulos internacionales, como se deja ver a las claras en el Caixaforum Barcelona, donde asoman cuáles fueron sus impulsos visuales y creativos. Tal circunstancia viene, además, reforzada porque "la pintura, durante el Siglo de Oro, era un lenguaje internacional: los cuadros y los pintores se movían de una corte a otra. Los artistas eran itinerantes", puntualiza el comisario Javier Portús, jefe del área de pintura española hasta 1700 del Museo del Prado. De ahí que las obras del maestro sevillano se exhiban arropadas, en siete ámbitos temáticos, por otras de Tiziano, Rubens, Ribera, Zurbarán, Brueghel y Van Dyck, entre otros.
Así, al hilo de la exposición, ¿dónde radica, pues, la originalidad de Velázquez? Su potencia se explica, en buena medida, en que se trataba de un pintor con una acusada conciencia artística, asunto que se plantea en la primera de las secciones de la muestra. Él quería ser distinto y, de hecho, lo logró desde sus primeros trabajos, aquellos que le sirvieron para ganarse, con 24 años, un sitio de privilegio en el competitivo hábitat de la corte en Madrid. A partir de ahí, la experimentación y la búsqueda de distinción le acompañaron toda su vida, así como la reivindicación de un estatus más elevado para la actividad artística. Como una vía más para dar cauce y expresión a esta reclamación, el pintor realizó, hacia 1635, un retrato del escultor Juan Martínez Montañés trabajando en el modelado del rostro de Felipe IV. La vinculación con los poderosos otorgaba cierto reconocimiento a los artistas.
Una vida en lienzos
En este sentido, ninguno como Velázquez. Él creó para España y para el resto del mundo la imagen del soberano de uno de los estados más poderosos del planeta, una imagen en constante evolución. Del joven esbelto de los años veinte --presente en la cita del Caixaforum a través de un retrato fechado en 1623 y rehecho en 1628, donde refleja las obligaciones del monarca: la dedicación administrativa (el papel), la defensa del reino (la espada), la administración de justicia (la mesa y el sombrero de copa) y el linaje (el Toisón de oro)-- al personaje envejecido, de mirada desencantada de 1650. Ese destino marcó en el pintor su dedicación al género del retrato, las incursiones en el terreno de la mitología y el escaso número de obra religiosa, circunstancia que, a veces, se ha mal interpretado como signo de una escasa pasión devocional en el artista.
El director del Prado, Miguel Falomir, y la directiva de la La Caixa, Elisa Durán, en la inauguración de la exposición
Hay que recordar que en el Siglo de Oro la corte fue uno de los principales escenarios de España para forjar cierta tradición pictórica. La acumulación de lienzos de procedencias diversas y la necesidad que tuvieron los distintos artistas cortesanos de adecuar su producción a las expectativas de ese entorno fue creando, podría decirse, "un gusto internacional". Participaron en él artistas flamencos, italianos y españoles que tomaron como punto de partida las obras que encontraron al llegar a Madrid. Por supuesto, el sevillano no fue ajeno a esta dinámica: tuvo que adaptar sus retratos a los usos cortesanos y su pintura en general no se entendería sin tener en cuenta el contacto con las colecciones reales, especialmente ricas en pintura veneciana del Renacimiento y en obras flamencas de los siglos XVI y XVII.
Contagio entre artistas de la época
En este ambiente privilegiado también cabe insertar el interés de Velázquez y el resto de pintores de la época por los avances científicos, la experiencia como guía del conocimiento y los temas de la antigüedad clásica y la tradición cristiana. Con frecuencia, generaron imágenes que establecían una conexión entre sabiduría y pobreza, en sintonía con la filosofía neoestoica que se extendió por la Europa barroca. Velázquez pintó su Esopo teniendo a la vista el lienzo en el que Rubens recreó a Demócrito, pues ambas obras fueron concebidas para el pabellón real de caza de la Torre de la Parada. A su vez, el trabajo del flamenco puede compararse en la exposición con el cuadro del mismo tema de Ribera, pintado en fechas próximas. Aunque partiendo de una base común como la concepción de la pintura en términos cromáticos, cada uno ofrece alternativas personales y singulares.
Otro tanto ocurre con los temas de la vida cotidiana, el género de la naturaleza muerta y el paisaje, que alcanzó en el pintor español una atención máxima por la representación exacta y verídica. Sucede así con el retrato del príncipe Baltasar Carlos, a caballo (1634-1635), donde es posible identificar los accidentes geográficos de la cuenca alta del Manzanares, y en el lienzo Bufón con libros (hacia 1640), donde se adivina el pico de la Maliciosa de la sierra de Guadarrama en un trabajo en el que el maestro logra expresarse con plena libertad técnica y compositiva. Aquí, uno de los enanos de palacio, identificado erróneamente hasta hace escasas fechas con Diego de Acedo, posa con un libro abierto, cuyas grandes dimensiones subrayan la pequeña estatura del modelo. "He admirado la verdad de su manera", le reconoció, ya en 1830, Prosper Merimée.