Javier Portús / @JMSANCHEZPHOTO

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Artes

Javier Portús: "La historia de la fama de los artistas es un tobogán"

El director del área de pintura española del Museo del Prado reflexiona sobre el alcance del arte y la figura de Velázquez, piedra angular de la creación plástica en nuestro país

26 noviembre, 2018 00:00

A Javier Portús (Madrid, 1961) las palabras le gustan lo justo. La mitad de ellas le sobran. Prefiere lo que dan de sí los ojos. Es uno de esos estudiosos del arte que suele pasar las horas sentado al borde mismo de los lienzos por si se llega a oír el misterio de algunas obras siderales. Experto en la cultura visual del Siglo de Oro, llegó al Museo del Prado a comienzos de los noventa, donde sigue, con la cabeza como una zarza ardiente, al frente del Departamento de Pintura Española (hasta 1700). Desde allí, este sabio ha explorado los vínculos entre la pintura y la literatura, ha puesto en hora los estudios sobre José de Ribera y ha bombeado potentes reflexiones sobre el alcance mismo del arte, como pudo comprobarse en la exposición Metapintura (2016). Es una de las máximas autoridades mundiales en Velázquez, quien es por sí solo una galaxia artística al completo. Acaba de armar la primera exposición del genio sevillano en Barcelona (Velázquez y el Siglo de Oro, Caixaforum) y la muestra conmemorativa del bicentenario del Museo del Prado. 

–El mundo del arte parece avanzar a golpe de centenario: El Greco, Murillo… ¿Se ajusta ese ritmo a los tiempos científicos, ajenos a la oportunidad política y turística?

–Digamos que desde un punto de vista puramente científico los centenarios son precipitadores. De un lado, ponen a trabajar expresamente a un número importante de especialistas en el artista o en el acontecimiento que se va a conmemorar. Del otro, invita a expertos en otras materias a pensar sobre ese autor o hecho histórico, circunstancia que multiplica y enriquece las perspectivas. El fenómeno es doblemente beneficioso. Por ejemplo, el centenario de Murillo, que ahora celebramos, ha coincidido con un momento muy interesante de la historiografía del arte español, pues, desde hace algún tiempo, se ha ampliado el horizonte metodológico. De este momento de madurez que vive la historia de la pintura española están surgiendo lecturas novedosas, interesantes sobre Murillo, que probablemente perdurarán en el tiempo. 

–¿La valoración de un artista depende del gusto estético imperante en una época o hay cualidades incuestionables? Por ejemplo, Murillo fue considerado, durante algún tiempo, el primer pintor de España, incluso por encima de Velázquez. 

–La fama de los pintores es una cuestión más de los artistas que de los historiadores. Son ellos los que dirigen la atención hacia determinados colegas suyos del pasado. La gloria de Murillo, por ejemplo, está condicionada por las corrientes estéticas de cada momento. Quizás en algún momento llegó a estar considerado a la altura de Velázquez, incluso superior, pero éste es, sin duda, la piedra angular en torno a la cual se ha escrito, organizado y pensado la historia de la pintura española. No hay discusión. Desde el punto de vista del aprecio nacional, Velázquez siempre ha estado en lo más alto. Desde un prisma internacional, Velázquez ya estaba allí cuando a Murillo también se le colocó en la cúspide. No son dos famas contrapuestas. Más bien Velázquez siempre ha mantenido la suya, arriba del todo, en parte condicionada por la fuerte atracción que ejerció en artistas de todo tipo de tendencias durante el siglo XIX, desde las más avanzadas a las más académicas. Murillo, en ese sentido, tuvo una capacidad de influencia más discreta. 

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–Sin embargo, se ha comentado que a Velázquez nunca le interesó que Murillo hiciera carrera en la corte cuando estuvo allí en 1658. 

–Si en la Edad Moderna había un lugar competitivo para un artista, ése era la corte. La carrera de Velázquez está, en buena medida, marcada por la competencia y por su extraordinaria capacidad para manejarla. Velázquez era un cortesano que cuando recibe la visita de Murillo en 1658 llevaba treinta y cinco años en la corte, y se movía perfectamente en ese clima de emulación y rivalidad. Y lo conocía como víctima y como verdugo, es decir, lo había sufrido y, al mismo tiempo, era muy consciente del poder que tenía. A mí me parece imposible que abriera hueco a Murillo porque junto a él estaba su yerno, Juan Bautista Martínez del Mazo, al que preparaba para ese destino. Otros artistas como Zurbarán y Alonso Cano, que trabajaron en la corte, siempre tuvieron un lugar secundario con respecto a él.   

–Usted ha dedicado sus investigaciones a alumbrar cómo desde la literatura, en el Siglo de Oro, se reivindicó una dignidad artística para la pintura.  

–A todos los niveles, uno de los grandes debates del arte español en el siglo XVII es la calificación de la pintura, relegada al campo de la artesanía y las actividades mecánicas. Todos los tratados y todos los pintores tratan de demostrar que ellos son artistas y no simples artesanos. El tema no sólo tenía una dimensión social, un valor de aprecio y autoestima, sino que tenía hasta una dimensión fiscal porque, en función de que una pintura se considerase una mercancía o una obra de arte, pagaba o no alcabalas. En esta cuestión se jugaba también dinero, mucho dinero. 

Portús

–Y ahí Lope de Vega jugó un papel fundamental. 

–En esa reivindicación los artistas encontraron la complicidad de Lope, marcado en su biografía para la causa. Él se consideraba a sí mismo hijo de artista, pues su padre fue bordador. También su primera mujer, hija de un pintor, y su mejor amigo en la juventud, el pintor Felipe de Liaño, debieron influirle. Pero no fue el único. Calderón de la Barca también escribió a favor de la pintura y de los pintores. Los literatos desempeñaron un papel generoso porque en esa idea de la pintura estaba también su concepción como una especie de literatura, como una narración construida, no con lenguaje alfabético, pero sí con formas que transmitían historias, emociones y contenidos útiles para la colectividad. Muchos escritores acogieron sin problemas esa idea de que la pintura es una poesía muda y que la poesía es una pintura elocuente, una  especie de hermandad entre las artes, cuando ni les iba nada en ese empeño.  

–En la exposición Metapintura, que usted dirigió en 2016 en el Museo del Prado, dedicó un lugar preferente a los paralelismos de El Quijote y Las meninas.

-Son dos obras maestras, no sólo de la cultura española, sino también universal. El Quijote es una novela sobre la novela, con alusiones constantes a que el lector está ante una novela: el manuscrito de Cide Hamete Benengeli, las referencias a la primera parte que abundan en la segunda, la conciencia misma del Quijote de ser un personaje literario… Las meninas es una pintura sobre la pintura. Velázquez no sólo representa a unos miembros de la familia real, sino que se pregunta por las propias leyes de la visión y de la pintura. Son obras que reflexionan sobre sí mismas, donde el creador trata de tomar distancia sobre su propia creación. Todos esos elementos las dotan de una gran variedad de significados y, sobre todo, de una capacidad para interesar desde que fueron creadas hasta nuestros días. A través de ese carácter autorreferencial y reflexivo, esas obras traspasan lo que tienen de coyuntural y se convierten en algo más. 

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–También se ha dedicado a estudiar las colecciones reales, germen del Museo del Prado. Usted concluye que la escuela española es, paradójicamente, poco española...

–Las colecciones reales son el resultado del gusto de una corte que, hacia 1630, manejaba más de treinta territorios distintos por todo el mundo. Era una corte global, un imperio, que recibía la atención de artistas de los principales centros de producción. La mayor parte de sus obras llegaban de Italia y Flandes, pero también de otros muchos lugares. Empleó a artistas españoles, por supuesto, pero siempre cuando éstos –Sánchez Coello, Velázquez…– podían satisfacer sus necesidades de representación. Por toda Europa, la pintura es, en ese momento, un arte internacional. Por ejemplo, de la biografía de Palomino sobre Murillo el párrafo más interesante es aquel que dice que no tuvo necesidad de viajar a Italia porque ésta le llegaba a través de estampas, copias, originales, artistas, tratados… En esas líneas, Palomino está describiendo lo difícil que es trazar fronteras nacionales en el arte del siglo XVII. Lo que ocurre es que la centuria siguiente, la del XVIII, es profundamente nacionalista, justo cuando nace la Historia del Arte, se abren los museos… Entonces, se echa mano de la clasificación por escuelas locales y nacionales. 

–Afirmó hace unos años que el mercado de Velázquez estaba agotado. No dejan de aparecer, sin embargo, nuevas atribuciones.

–El mercado de Velázquez está en continuo movimiento. Pero no tiene que ver con elementos de juicio objetivos, sino subjetivos. Estos hallazgos están en relación con la definición que cada uno haga de Velázquez como pintor. Hemos sido herederos, durante más de un siglo, de una definición restrictiva, que a mí es la que me parece que le hace más justicia: no se prodigó mucho, pero alcanzó siempre cotas de calidad altísima. En los últimos tiempos, estamos asistiendo a una ampliación de esos límites de calidad. A medida que se amplían, sobre todo por abajo, pueden ir entrando más obras dentro de su catálogo. Particularmente, prefiero ser restrictivo. Velázquez fue un artista que pintó relativamente poco, pero que siempre se mantuvo en unos límites de calidad muy selectivos. Con todo, casi lo mejor que le puede pasar a un pintor es que suscite debate y opiniones, y con él sigue ocurriendo.  

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–En la exposición Velázquez y la familia de Felipe IV (2013), usted subrayó que la voluntad de experimentación es una constante a lo largo de toda la carrera del pintor.

-Velázquez es un pintor con conciencia artística. De ahí que la experimentación y la búsqueda de distinción le acompañen siempre. Él quiere ser distinto y, de hecho, lo logra desde sus primeros trabajos. Esa singularización le servirá en el plano artístico, pero también en el mundo cortesano, sobre todo cuando no procedes de un linaje que te coloca ahí desde la cuna. Y aquí entra otro factor importante en Velázquez: su sintonía con Felipe IV. Podría decirse que hubo una comunidad entre ambos.  

–¿Es posible, en su opinión, la convivencia del museo científico con el espacio turístico? 

Es, sobre todo, una cuestión de equilibrio y de prioridades. La política científica no es incompatible con un número alto de visitas y una expectación de público y de medios de comunicación. De hecho lo deseable es que ese interés nazca de un trabajo riguroso que despierte en el público el deseo de venir para disfrutar y avanzar en el conocimiento. 

–Hace algún tiempo se pagó por el cuadro de Leonardo Salvatore Mundi casi 500 millones de euros. ¿Se ha vuelto loco el mercado?  

–Si alguien ha pagado esa cantidad, imagino que lo vale. Pero el mercado del arte a veces se comporta de forma caprichosa, con grandes altibajos como demuestran las oscilaciones en las cotizaciones de los lienzos de Murillo y Guido Reni. La historia de la fama de los artistas es un tobogán. En el caso que me plantea, deduzco que juega mucho la idea de talismán, de reliquia. Se trata de una de obra de arte que ha dejado de serlo. Leonardo está tan alto, son tan pocas las obras atribuidas, que probablemente la posibilidad de asociar su nombre a una obra haya disparado su precio a cotas insospechadas.