Chagall, en la punta de un sueño
El Guggenheim de Bilbao revisa la pintura en el límite de lo autobiográfico del artista bielorruso, audaz con el colorido y la composición de sus cuadros
16 julio, 2018 00:00Marc Chagall asomó su obra a todos los misterios de la vida sin disimularlo. Y, desde allí, trazó una nueva astrología de madres blancas, de novios que vuelan, de pálidos rebaños de vacas azules, de racimos de niños perseguidos, de casas felices en su casi derribo amarillo. Siempre con un eje delirante, como si estuviésemos en la vida conviviendo con la vida, sin más, tan cerca de ser felices. Algo así como una habitación propia en el centro de una infancia que empuja, y anima, y exige complicidad, como si todavía quedara en las esquinas de la ciudad una punta de sueño esperando.
El pintor fue, sin duda, uno de los artistas más libres de la órbita de las vanguardias históricas, un comando autónomo de cielos con el corazón verde, de niñas amarillas, de asnos que salen volando y violinistas que afinan las cuerdas del instrumento con el bozo de la barba. Eso es Chagall, de ahí su magia, la festividad nocturna de su pintura, que conserva esa mística del asombro donde todo es posible, donde todo sucede sin más protocolo que dejarse arrastrar por un hallazgo. Nada en su trabajo es previsible. Nada responde a una lógica precisa. Nada se ajusta a la norma.
Esa predilección por lo extravagante estuvo desde el inicio. “Esencialmente, yo nací muerto”, confiesa en Mi vida. “No quise vivir”, recalca en la autobiografía que en España publicó la editorial Acantilado. Después de aquel primer llanto difícil, la criatura encajó en una familia judía de Vitebsk antes de que la URSS conmoviera al mundo. Era 1887. Lo fijaron en el registro como Moyshe Segal y pronto se puso a armar dibujos con los materiales que acumulaba. “Por todas partes iglesias, vallas, tiendas, sinagogas sencillas y eternas, como los edificios de los frescos de Giotto”, anota.
La habitación amarilla, lienzo de Marc Chagall en 1911. COLECCIÓN ERNST Y HILDY BEYELER / M. CHAGALL, VEGAP, BILBAO 2018
Pero en aquel derrape hacia el mundo artístico había mucho de enorme desafío. Contra la tradición judía más ortodoxa, que rechazaba la representación de la figura humana. Y contra el destino de su comunidad, confinada en guetos y mutilada de derechos. “Hay una doble singularidad en la vocación de Chagall: la del joven judío que rompe con su medio familiar y social, y la del joven pintor que no reconoce en el arte que se le enseña la imagen de la pintura que lleva en él”, apuntó Sylvia Forestier en la primera gran exposición que se le dedicó al artista en España: Marc Chagall. Tradiciones judías (Fundación Juan March, Madrid, 1999).
Así, con el impulso de la madre, salió de casa en 1907 e hizo nido en San Petersburgo. De allí saltó cuatro años después a París, donde un ventarrón de vanguardias empezaba a despeinar al continente. Tenía 24 años y gastaba buenos modales embutidos en unos trajes de modesto paño con chaleco a juego y grandes camisas a rayas. Cuando llegó al destino, deambuló por los barrios de artistas hasta recalar en La Ruche des Arts, la colmena del barrio de Montparnasse donde se concentraban creadores y bohemios fundando (aún sin saberlo) un nuevo planeta.
“El suelo que alimentó las raíces de mi arte fue la ciudad de Vítebsk, pero mi pintura necesitó París, al igual que un árbol precisa agua para no secarse”, reconoció Chagall en el texto Un ángel sobre los tejados. En la misma pieza teórica, el artista insistía en la trascendencia que tuvo su paso por la capital gala: “En París, no me puse a buscar direcciones de academias ni propicié encuentros con profesores. Me enseñó la propia ciudad, sus calles, los vendedores en los mercados al aire libre, los camareros en los cafés, los conserjes, los campesinos y los obreros”.
Había, pues, encontrado una forma de descifrar el mundo, la misma que ahora alumbra el Museo Guggenheim de Bilbao con la exposición Chagall. Los años decisivos, 1911-1919. Porque, en medio del rugido del cubismo y el surrealismo, que dejó a tantos artistas suspendidos en el aire, él ensayó una pintura de sugerencias, en el límite de lo autobiográfico, en la audacia del colorido y de la composición. Y en ésas andaba cuando decidió regresar a Vitebsk para asistir a la boda de su hermana. La visita, sin embargo, se alargó ocho años: había estallado la Primera Guerra Mundial.
Marc Chagall, en una fotografía tomada hacia 1910. ARCHIVES MARC ET IDA CHAGALL
La muestra, que reúne más de 80 óleos y dibujos, aspira a descifrar esta etapa fundamental en la trayectoria del genio: desde los tanteos primeros hasta la consolidación de su fuego artístico. Y por dentro de esa casi década le sucedió de todo: una contienda internacional, una revolución bolchevique, Rusia y París, la amistad con los poetas, el éxito de artista, la búsqueda de la voz original, la expedición por esa forma de pintar que lo alejó de escuelas pero le dio luz propia... O lo que es igual: los daños, las derrotas, los hallazgos y estímulos de una biografía muy bien curtida.
De ese viaje surgió un espacio de figuración donde cada vez tuvo más potencia lo arcádico, lo hímnico, lo vibrante del mito y de la fantasía. Así se aprecia en algunas de las obras que cuelgan del museo vasco, donde la libertad no sólo está en el gesto sino en el boicot de la escena con elementos aparentemente innecesarios, extraños, como salidos de un sueño. Porque, de algún modo, Chagall experimentó constantemente con los elementos de su obra, en apariencia escasos pero capaces de ser dilatados hasta generar una constelación.
Chagall pintaba apartado. Miraba apartado. Vivía fuera de la hoguera artística en un mundo propio. Así afianzó su idea de que era en la jurisdicción de su existencia donde estaba todo aquello que le era útil para pintar. Era un señor de buen discurso que manifestaba rebelión con una sonrisa. Su lirismo nunca se ajustó a disciplina. Por eso mantiene el asombro intacto. Y la inquietud, que tantas veces está concentrada en los personajes de su pintura. Hombres, mujeres, niños... En todas sus figuras queda algo de aparición con un punto, a veces, de cierta esperanza. “El arte me parece, sobre todo, un estado del alma” dijo este artista, al que la vida le alcanzó hasta los 98 años.