Las operaciones mágicas de Gustav Metzger
Extraordinaria en Gustav Metzger, que falleció el pasado día 1 en Londres, a los 90 años, y al que recientemente el MUSAC de León le había dedicado una retrospectiva, es, en primer lugar, la potencia de algunas de sus piezas impactantes ya a primera vista: los arbolitos pelados, trémulos, secos, clavados boca abajo en una plataforma de hormigón, con las raíces muertas al aire, como tétrica alegoría del desastre ecológico; o la reproducción a gran tamaño de la conocida, anónima fotografía del niño manos arriba en el gueto de Varsovia, sobre la que Metzger apoya un montón de escombros, sencillo trampantojo que lo arranca del embrujo de su condición icónica y antigua y lo devuelve a su naturaleza humana y al día de hoy.
Dicho sea de paso, en cuanto al recurso a imágenes de la Shoá, que en tantos otros es indecente apropiación buenista, Metzger, niño judío que perdió a sus padres en un campo de exterminio y se fugó de Alemania por milagro, estaba plenamente autorizado: con la autoridad del daño real, no impostado con el kitsch siniestro de tanto novelista de pijama a rayas y de tantos ventajistas de la industria del holocausto.
Lo extraordinario en Metzger era su juguetón balanceo en el filo de la dialéctica entre la pulsión creativa y su empeño autodestructivo
Más allá de esas y otras piezas ciertamente impresionantes, lo extraordinario en Metzger era su juguetón balanceo en el filo de la dialéctica entre la pulsión creativa --que se supone es el atributo por excelencia del artista-- y su empeño autodestructivo --la extinción de sus propias obras concebidas sólo para arrojarles ácido, incendiarlas o someterlas a otras operaciones de liquidación--. Había en esa singular deriva una intención (¿o una excusa?) didáctica: la reiterada advertencia jeremíaca de que nuestra explotación mecanicista del planeta conduce fatalmente al desastre ecológico, la extinción de las especies, el cambio climático y el apocalipsis. Contra la cosificación del mundo, destrucción de la propia obra.
Aunque este discurso de denuncia no me interese mucho, lo respeto y sé que llevaba razón, que seguimos un camino de perdición. Y al fin y al cabo fue precisamente esa voluntad política de predicador de la ecología lo que le llevó a abandonar durante décadas los circuitos del arte: destruir la propia obra está muy bien, pero más extremo, radical y puro es renunciar a hacerla. Cuando --como en este caso-- no impide estar presente y hablar por los codos, no hay gesto más elocuente que el silencio y la ausencia. Nunca fue Metzger más artista y más Duchamp y Beckett y más gato de Schrödinger que cuando cerró el taller y tiró la llave al río y se fue hasta perderse de vista, y luego, como tenía una copia de la llave, volvió a entrar.