El paquete del amor verdadero en esta novela, La casa de mi padre, de Pablo Acosta, incluye pelos, jugos gástricos, enigmas de aquellos que un niño no puede descifrar, hasta hedores y errores; bibliotecas ajadas, recuerdos trágicos, desnudeces cansadas. Así es el amor que el narrador le declara a su padre en esta obra de Pablo Acosta, publicada por Hurtado y Ortega Editores, novela que Acosta dice que es un libro casa, es decir, el libro que es su casa, la casa de su padre, el ático de su iniciación a la vida y a la literatura, el piso en el que su padre leía a Proust en una edición truncada y sobada, la casa en la que escribió delirios en sus últimos meses, manchados de vino, la casa en que murió y la casa en la que amó su hijo a sus incapacitantes amores de estudiante, pero en realidad este libro es una declaración de amor, el amor desesperado de un hijo que recuerda a su peculiar y descarriado padre, un hombre tan digno de amor como de la mayor conmiseración, un señor visceral habitante de los bares y amigo de insultarse y pelearse y amar como las bestias, como le dijo Verlaine a su esposa refiriéndose a Rimbaud, un hombre que no sabe vivir, según Acosta o su protagonista borroso.
En la página 69 descubrimos que este padre ha muerto de forma violenta o no natural, porque hubo autopsia y hubo también "atestado policial". Solo al final del libro aparece un personaje nuevo, una madre, y este libro microcosmos se apaga con un chorro de luz y jovialidad sobre "un charco de lava". La principal ventaja de esta casa libro es la elegante simplicidad, nos atreveríamos incluso a hablar de contención aristotélica, con la que el autor describe estos amores furiosos y estos recuerdos tan impregnados de sudor humano y amor a base de uñas, mordiscos y erosiones.
Un diseño inteligente y una prosa multinivel, discretamente teñida de surrealismo, que combina estratos de tiempo e hipertextualidades internas con sueños y recuerdos, convierten la lectura de este texto performativo (como lo eran los libros salón de arte de Eugenio d’Ors, que no eran libros sino salones y exposiciones) en una fiesta de la artesanía narrativa.
Aquí la materia gastada habla tan claro como la prosa de Proust o la de Flaubert, las que prefieren las dos presencias combinadas de este libro casa o libro declaración de amor. No debe de ser fácil de escribir un libro como este, impuro y neoclásico a la vez. De repente, en la página 71, aparece otra de las principales razones que han desembocado en la sofisticación primitiva de este texto matérico: Justine, de Lawrence Durrell. Son durrellianas esa ecuanimidad respecto a los impulsos autodestructivos, esa habilidad para las acciones difusas o atmosféricas, y esta comprensión humana para con la pasión y lo insoportable.
Acosta ha escrito una 'nivola' excelente sobre un padre contradictorio y, después de todo, bueno, un libro exigente en su simplicidad y su limpieza visceral, un libro que coloca a cualquier autor en el panorama literario con galones de teniente coronel.