Glenda Jackson y la izquierda exquisita
La actriz británica, ganadora de dos Oscars y la primera mujer que protagonizó un desnudo integral, saltó del mundo del espectáculo a la política, siempre en las filas del laborismo y encarnó el carácter de una mujer independiente y total
26 junio, 2023 20:42Ella anunció en la gran pantalla el salto que va desde la dicotomía hasta la identidad. Huyó del arquetipo femenino cuyo final fue anunciado tantas veces a lo largo de la segunda mitad del siglo pasado y propulsado en dos de sus películas: Mujeres enamoradas (1963) y Un toque de distinción (1973); no las mejores, pero sí las más sintomáticas.
Fue la mujer total descrita mucho antes por D.H. Lawrence; la Eda Gabler de Ibsen, la Bernarda Alba de Lorca o la voz de Sarah Barnard. Casi siempre tocada con el clásico Fedora de fieltro y lana show, caminaba envuelta en abrigos y poetizaba la denuncia social, mirando de reojo los barcos cóncavos en el estuario del Támesis.
Era una auténtica bomba; a lo largo de su vida, encajó con idéntica naturalidad en el bizcocho del Hotel Rialto como en las asambleas laboristas del norte de Londres. Fue actriz de cine durante más de tres décadas. Su célebre salto a la política tuvo lugar en el ala izquierda del Partido Laborista británico, primero en lucha contra la ex premier tory, Margaret Thatcher, y más tarde en clara disconformidad con su propio partido durante la etapa de Tony Blair la llamada Tercera Vía, más propia de las aulas de la London School of Economics que de las fábricas todavía humeantes de Manchester.
Ganó su primer Oscar de la Academia como actriz principal de director Ken Russell, basada en el conmovedor relato de Lawrence (Mujeres enamoradas), diseñado mentalmente por el escritor en su primer viaje al Mediterráneo, donde estaba seguro de curar su tisis.
La segunda estatuilla llegó poco después por la citada comedia romántica -Touche of class (Un toque de distinción)- dirigida por Melvin Frank, rodada en Guadalmina y con vistas al Peñón, en la que Jackson interpretó a una diseñadora de modas atrapada en una historia de amor catastrófica.
Con el tiempo, el celuloide se fue acomodando a su estilo y al revés, en cintas como Sunday Bloody Sunday, por la que ganó un BAFTA; María, Reina de Escocia, el género de época que ensombrece más que enaltece al cine británico, a base de barones, salones y otras especies del infierno eduardiano; llegaron otros títulos, como La pasión de vivir o El arcoíris, basada en otra novela de Lawrence y dirigida también por Russell.
Medio siglo antes de que sus novelas llegaran al cine, Lawrence descubrió la bahía de Capri, defendida por farallones que impiden la invasión del mar; trabajaba en sus textos, rodeado de canela y nuez moscada; tuvo dos amigos íntimos, el vino y el laurel, y así entró en el candor de las lenguas latinas, escultóricas e implacables. Fue subyugado por el sol sin pensar apenas en el Grand Tour de Goethe, el maestro del Viaje a Italia, que había realizado la ruta iniciática en contra de su mentor, Carlos Augusto de Weimar, despótico, pero ilustrado.
La narrativa, un encuentro espectral entre autores y personajes, convirtió un día a Glenda Jackson en la atrevida Gudrun de Lawrence, enamorada de Gerald Crich, el actor Oliver Red, en la pantalla. En pleno romance de la pareje aparece Hermione Roddice, una mujer de posición y dinero hija de un vizconde, acostumbrada a ejercer su voluntad, educada al mismo nivel que un hombre a principios del siglo pasado.
Hermion, inspirada en la figura real de Lady Morrell, tiene la mirada puesta en Crich, hasta convertirse en la grieta de un gran amor. Este episodio, cráter narrativo, expone la llamada desubjetivación de los géneros en el juego del amor; el descalabro final del eterno femenino y el cambio profundo del siglo pasado en la ideología cultural de los arquetipos.
El cineasta Rusell lo expuso en la pantalla, pero quien lo había conducido al paroxismo del combate de los sexos fue Lawrence, en su novela. Sin entrar en la fidelidad del guion, la película destacó por la escena en la que los dos hombres, enamorados de dos hermanas, luchan en franca lid, desnudos, con sus cuerpos exhibidos ante el altar del dolor y la destreza, sin un milímetro de ambigüedad. Russell demostró que la cámara puede; ni más ni menos que la letra, pero puede.
Cuando terminó la novela, Lawrence, conocido hasta entonces con el sobrenombre de Bert en los cenáculos literarios de Londres, empezaba lo mejor etapa de su vida. Descubrió Capri y cambió de nombre: Lawrence pasó a llamarse Lorenzo, como un Médici despojado de su origen anglosajón. Vivió en el golfo de la Spezia a pocos kilómetros del puerto del que zarpó Shelley en su último viaje. Se enamoró del sol.
Glenda Jackson analizó a fondo la experiencia biográfica del escritor, antes de empezar el rodaje junto a Russell. Lo imaginaba instalado en Florencia, donde Lawrence escribió su Lady Chaterly, y probablemente retocó Mujeres, sus dos libros más célebres, pero no los mejores. Tampoco Mujeres fue la mejor película de Glenda. Los muy, muy glendianos, como el mismo Julio Cortazar, en Queremos tanto a Glenda, destaca de ella otros papeles mayúsculos en cintas menores, como Los delirantes y hasta momentos capitales que duran una instantánea, como la secuencia del tropezón, en Un toque de distinción, la réplica final de El fuego de la nieve y la segunda escena erótica de Los frágiles retornos.
Eso nos regaló Glenda, grandes momentos. Y su muerte, este junio, en su casa de Blackheath, a los 87 años, conmovió a lo más selecto y noble del mundo del cine. Creció en Cheshire y dejó la escuela a la edad de 15 años. Encontró trabajo en una tienda antes de entrar en la prestigiosa Royal Academy of Dramatic Art.
Su politización, su exquisito izquierdismo, no por finolis sino por sutil, ha influido de una manera más densa de lo que pudo hacerlo Vanessa Redgrave, la musa del olvidado New Left, de los 60 y 70. La biografía de Jackson muestra a una actriz que compaginó su profesión con el papel de luchadora por los derechos de las mujeres. Ella ha contribuido a reflotar el buen nombre de las sufragistas, pioneras de una transformación, que no han sido capaces de llevar a cabo los hombres, liberales, democratacristianos o marxistas, de estilo prometeico, encajonados en ideologías redentoras.
Su memoria pervive como pervive el músculo intelectual del escritor argentino que la glosó ideándola como la representación de su deslumbrante ubicuidad en cada uno de nosotros. La actriz amó el Mar de los antiguos y la espuma furiosa del Norte contra los acantilados de su archipiélago. Quiso ser Wilhelm von Gloeden, fotógrafo de efebos en la costa amalfitana, Axel Munthe, médico de la reina de Suecia, exiliado en Italia o Henry Miller, ante el coloso de Marusi o la belleza de Taormina, su moral relajada y las vistas del volcán Etna.
Glenda Jackson dejó la política en 2015, después de la victoria conservadora de David Cameron. Volvió a interpretar a través de su voz en una adaptación radiofónica de la obra de Émile Zola. Retomó sobre las tablas al Lear de Shakespeare con la intención de romper convenciones y porque es muy difícil encontrar en los clásicos un equivalente femenino de este tipo de personaje.
Antes de entrar en política había sido la Bernhard en La increíble Sara, dirigida por Richard Fleischer. En 1986 vivió un encuentro significativo con Nuria Espert, con motivo de una recreación de La casa de Bernarda Alba de García Lorca. El teatro es el origen y el final de la esencia dramática y estas dos mujeres estaban llamadas a encontrarse en algún momento sobre las tablas. Espert dirigió a Glenda en el papel de Bernarda, en el londinense Lyric Hammersmith Theatre. Fue Glenda la que insistió.
Nos preguntamos ¿Por qué la actriz británica mostró interés por Lorca? Hubo dos motivos de peso: primero la difusión de hispanistas destacados como Preston o Ian Gibson, reconocido biógrafo del poeta de Fuente Vaqueros. Y un segundo desencadenante: Glenda había leído las memorias del diplomático chileno Carlos Morla Lynch, amigo de Lorca, publicadas por primera vez en (de 1957 y 58) y mutiladas por la censura.
Tuvimos que esperar a nuevas versiones más fieles del redactado original en las que el chileno contó que su Embajada en barrio de Salamanca de Madrid, durante la Guerra Civil, había sido el refugio las tertulias de los miembros de la Generación del 27, con Luis Cernuda, Manuel Altolaguirre, Rafael Alberti, Jorge Guillén, José Bergamín, Vicente Aleixandre, Luis Rosales o Pedro Salinas; también acudían a menudo Eugeni d’Ors y Salvador de Madariaga, y los chilenos Huidobro, Neruda y Gabriela Mistral.
En su momento, el teatro de Lorca influyó en la actriz del mismo modo que lo hizo el actor y director ruso Meyerhold, descubierto por la Jackson en una versión de Eda Gabler, representada por primera vez en Sant Petesburgo poco después de la Revolución de Octubre y repetida por diferentes directores, a los que se sumó el entusiasmo de la Jackson, en las capitales de la Europa Occidental.
Glenda nunca hubiese aceptado las imposiciones del realismo socialista; celebró el teatro contemporáneo y glosó el libro del maestro ruso Sobre el teatro, donde Meyerhold dejó la simiente crítica contra la censura rusa e influyó en cineastas como Serguéi Eisenstein. Pero la vida, al otro lado del Telón de Acero, era una perfecta desconocida; y cuando Meyerhold fue detenido, deportado y fusilado en Siberia, Glenda Jackcon era apenas una niña con trenzas.
Su laborismo de años más tarde estaba despojado de cualquier tentación autoritaria; su izquierdismo fue casi candoroso, me atrevo a decir que caritativo, a tenor de sus palabras: “El laborismo debe utilizar la política fiscal para apoyar a los desheredados, a los desempleados, a los niños de familias humildes y a los mayores enfermos”.
Atravesó los dinteles de las grandes productoras, pero no quiso ser la Ava Gardner que dio brillo de torero y pasodoble a la autarquía española; rechazó el Hollywood de sus reinas, Rita Hayworth, Judy Garland, Liz Taylor o Grace Kelly la princesa consorte. Aceleró su retirada de los platós antes de ser la gata madre, como Lauren Bacall. En su corto regreso a la escena, se subió a las tablas para remover su estilo; sobrevivían en ella los personajes del teatro isabelino aprendido de joven en la Royal Academy.
Durante varias legislaturas, Glenda ocupó un escaño en los Comunes: tacón ancho, cabello lacio en casquete, mirada felina y estilazo sobre el roble añejo de Westminster; había sido la primera mujer ganadora de un Oscar que protagonizó un desnudo integral; y ella misma ha vertido mucho humor sobre aquella escena, ya que el mérito especial consistió en hacerlo junto al tosco y atrabiliario Oliver Red.