Los ogros y los cascarrabias son los últimos héroes de nuestro tiempo. Sumidos en el océano actual de optimismo ingenuo y corrección infantil que nos rodea, escuchar la voz tenebrosa y cavernaria de los pensadores que, sin miedo a provocar el rechazo ajeno, dicen lo que creen y piensan lo que dicen, dos costumbres ya en evidente retroceso, es como un bálsamo en mitad de este crudísimo erial de sonrisas, piruletas y deseos asertivos. Seamos positivos.
El pesimismo, si se mira con un poco de detenimiento, es el acto de honradez intelectual más sincero y puro que pueda concebirse. En lugar de engañar con vanas esperanzas y mirar la vida, ese cuento que es a la vez maravilloso y terrible, a través de un cristal de azúcar, escrito con la caligrafía de los antiguos cuadernos escolares, los hombres libres capaces de afrontar el vacío de frente, sin excusas, nos parecen los últimos caballeros mitológicos de este universo donde la muerte y el dolor son hechos cotidianos, en absoluto extraordinarios.
La estirpe de los pensadores pesimistas, que nosotros llamaríamos realistas, es una constante cultural. Comienza en la Antigüedad y llega hasta el presente, si bien en determinadas épocas históricas ha sido mucho más influyente que en otras, según fueran los vaivenes de la voluble condición humana. Los filósofos existenciales niegan o matizan la felicidad y explican que el sufrimiento es el rasgo esencial que define a la humanidad. Lo hacen sin anestesia. A cuerpo. Lo extraordinario es que, frente a los optimistas o su degeneración posmoderna –los expertos en couching– no se limitan a la mera constatación empírica de la desgracia.
Hacen mucho más: crean conceptos que, aunque no eliminan el sufrimiento –no son magos ni ejercen de brujos– ayudan a sobrellevar, y a entender, los golpes secos que nos depara el destino. Igual que los antiguos maestros severos, que son los que enseñaban a sus alumnos los recursos psicológicos y la fortaleza necesarios para soportar la existencia, los pensadores pesimistas hacen una inmensa labor (caritativa) por la humanidad. No se mienten a sí mismos –por tanto no engañan a nadie– y, en vez practicar la simulación y adormilar a la parroquia con la pastilla del consuelo religioso, alumbran esa oscuridad que a todos nos aguarda.
“Ésta es la verdad. Conviene aceptarla”. Es el invariable mensaje del Eclesiastés, de los gnósticos griegos, de los filósofos de Cirene o de los pensadores fatalistas árabes. En España, acaso por la obstinación tremendista de nuestra cultura, contamos además con el patrimonio de una literatura que descubrió antes que otras la verdad de las cosas. Véase a La Celestina destrozando el mito del amor cortés o al Lazarillo de Tormes dando vida a esa figura (tan moderna) del antihéroe, sin olvidar a sabios internacionales como Baltasar Gracián, el jesuita que en el siglo XVII asume el desengaño como certeza filosófica e intenta ponerle remedio en sus oráculos: “Floreció en el Siglo de Oro la llaneza, en este de yerro la malicia”.
Con cualquier filósofo pesimista podrá estarse o no de acuerdo, pero nunca se le puede negar la honradez intelectual de no sustituir el principio de realidad por el cómodo recurso de la fantasía. De esta estirpe procede Arthur Schopenhauer (1788-1860), padre del pesimismo alemán, enemigo del idealismo romántico, maestro de Nietzsche y, probablemente, uno de los pensadores metafísicos que mejores libros han escrito. El filósofo, originario de Danzig, que en su vida fue un heredero rentista que se consagró a la disertación filosófica, casi siempre sin audiencia, condensa en su obra el noble espíritu universal del desencanto.
Pensaba que todas las revoluciones conducen en absolutismo –véase Napoleón, su coetáneo– y desconfiaba de las teorías de Hegel o Fichte, a las que consideraba charlatanerías de barracón de feria. Con él nace el arquetipo del sabio gruñón, aplicado en nuestros lares a Baroja, el ogro malo de Itzea: un tipo solitario, malencarado, misántropo y despeinado al que todo le parece siempre mal. Se trata de una caricatura interesada, pues el filósofo alemán, que profesaba por sí mismo una admiración superlativa, superior a la de Goethe, escribió su obra cumbre –El mundo como voluntad y representación (Brockhaus, 1818)– cumplidos los treinta años, aunque tuviera escasísimo eco, nulo éxito y naufragara en medio de la incomprensión general. El mundo intelectual de su tiempo no estaba preparado para este órdago a la grande.
Tuvieron que pasar treinta años, en los que el Schopenhauer fracasó como profesor universitario y destiló en soledad la weltschmerz, para que alguien le hiciera caso. El joven incomprendido terminaría convirtiéndose en su crepúsculo en uno de los autores más leídos de su tiempo al adaptar sus ideas al pensamiento mundano en los ensayos reunidos en Parerga y paralipómena o en los breviarios de consejos para ser feliz o discutir en público. De esta última materia –la dialéctica como simulación– trata el libro que Acantilado acaba de publicar con traducción, notas y prólogo del germanista Luis Fernando Moreno Claros.
El arte de tener razón (expuesto en 38 estratagemas) es una de esas joyas del ingenio que, al modo y estilo de su admirado Gracián –el filósofo alemán aprendió español únicamente para traducir al jesuita español, al que leía junto al teatro de Lope de Vega y Calderón de la Barca–, muestran la asombrosa actualidad que conservan ciertos libros antiguos, mucho más sólidos, hermosos y sabios que casi todos los que ahora nutren el mercado editorial.
Schopenhauer reúne en este manual las astucias y ardides necesarios para ganar en esa esgrima verbal que es una discusión. Se tenga o no razón. La obra, escrita en 1830, puede presentarse como una guía para pícaros y listos que, sin dominar un asunto, pueden vencer a sus adversarios y ganarse a los auditorios. Es la obra del último sofista, que, aunque poseía propia verdad, no desperdiciaba ninguna batalla intelectual a su alcance.
Los políticos cultos –haberlos, haylos– deberían leer esta obra. También los grandes hombres públicos. Y, sobre todo, deberían leerla los ciudadanos críticos que no quieran ser objeto de estafas y engaños oratorios. A pesar de no haber sido escrito para el público –Schopenhauer lo concibió como un manuscrito de apuntes personales, al margen de su bibliografía oficial; el texto se publicó de forma póstuma en 1864 por su albacea Julius Frauenstädt con el título de Eristik– sus reflexiones, consejos y observaciones son un excelente ejemplo de la utilidad (inútil) de la filosofía práctica. Del poder secreto de las humanidades.
Su composición es doce años posterior a El mundo como voluntad y representación. Su vigencia, sin embargo, es absoluta. Sobre todo si se tiene en consideración la extraordinaria ironía que supone que el más grave y adusto de los filósofos acepte (en privado) que en una discusión, más que tener razón, lo esencial es vencer (aunque sea sin ella). Schopenhauer parte de la base de que la maldad humana es tal que, al discutir, nadie escucha al prójimo (o lo hace exclusivamente para vencerle) y sólo busca obstinadamente que le den la razón. Esta motivación subjetiva impide que la verdad de las cosas prevalezca sobre los deseos humanos.
Una vez asumido este imponderable, el filósofo alemán explica de forma sistemática, concreta y perfecta cómo debe librarse esta batalla. Aquí es donde está el festín: trampas argumentales, ocultación, exageraciones, fórmulas para irritar al adversario, sutilezas, generalizaciones y la técnica de los argumentos ad hominem, frente a la autoridad, el y tú más (tu quoque) o el cambio de tercio (mutatio controversiae). Aquí vemos al filósofo desafiante de las Lecciones de Berlín: claro, preciso, infalible. Un sabio que sabe que la controversia es un acto extremo de voluntad y, por tanto, una más de las formas de engaño, más que un producto de la razón.
Schopenhauer es un pensador –escribe Moreno Claros– “con la perspicacia y la profundidad de los antiguos griegos y romanos cuando observan la vida humana, la sensibilidad práctica anglosajona y el pragmatismo y eficacia luteranas”. Un individuo que descubre su intimidad en la monumental selección de epístolas –muchas inéditas– que también publicó Acantilado hace unos meses. En este segundo libro, la vida del padre del pesimismo alemán aparece desnuda y podemos reconstruir, gracias al envidiable soporte documental, la compleja forja de la personalidad del ogro, notre frère. El pesimismo no lo mató. Lo hizo más libre.