No hay muchas personas que, emulando la célebre frase de John Lennon –“la vida es lo que pasa mientras estás ocupado haciendo planes”–, pueda asegurar que la Historia es aquello que sucede a su alrededor mientras se toma un cocktail en el bar del Hotel Ritz de Madrid o, bañado por la luz de unas lámparas difusas, ante los espejos deformantes de un cabaret en el Berlín de entreguerras, descubre una mueca de espanto en el rostro de una persona sentada entre la audiencia de una comedia musical. Todo esto le sucedió a Carlos Morla Lynch. Y de esto versan sus extraordinarios diarios, publicados por entregas por la editorial Renacimiento, señora y maestra del rescate cultural de textos asombrosos que nos devuelven joyas perdidas, raros y exquisitos, escritores incomprendidos de la literatura y la historia escrita en español.
El prestigioso sello que dirige el librero sevillano Abelardo Linares ha venido dando cuenta desde 2008 de los dietarios de Morla Lynch, un diplomático chileno, patricio de nacimiento y artista de espíritu, que anduvo por la España de los años de la Segunda República y en las vísperas de la Guerra Civil, conoció el París de los años veinte, habitó en el Berlín que fascinaba a toda Europa entre Versalles y el comienzo de la Segunda Guerra mundial y, tras otras vicisitudes vitales y familiares que no vienen al caso, representó al país austral en Suiza, Suecia, Holanda y la Unesco, hasta regresar a Madrid, donde está enterrado.
Hasta ahora se conocían sus impresiones personales sobre aquellos tiempos sangrientos y confusos, anteriores a la última gran carnicería ibérica, cuando el mundo de algunos parecía extremadamente moderno y amable mientras la vida de otros seguía atada al arado, al surco y a la ignorancia. De la vida intelectual española desde la Generación del 14 a la del 27, entre Primo de Rivera y la República, tratan En España con Federico García Lorca y España sufre, los dos volúmenes de sus escritos españoles, publicados por Renacimiento, donde da cuenta de su amistad con Lorca, Alberti, Cernuda, Altolaguirre, Aleixandre, Gerardo Diego, Salinas, Jorge Guillén, Azaña, Besteiro, Huidobro, Eugenio d’Ors o Fernando de los Ríos.
De estos libros, editados por primera vez a finales de los años cincuenta por el sello Aguilar, se habían expurgado –por orden militar, por supuesto– las meditaciones políticas de Lynch, que, dada a su condición de diplomático en ejercicio, mantenía y sostenía, no sin tentaciones, censuras, esfuerzo y disgustos, una ecuanimidad cargada de humanidad en un contexto caracterizado por las revanchas asesinas, las venganzas familiares y los intensísimos odios de clase. La edición integral de Renacimiento devolvió a los lectores la versión original de estos escritos e incorporaba el epistolario personal entre Lorca y el escritor chileno.
El rescate resultó providencial. En aquellos libros latía, silenciado durante décadas, el espíritu de lo que Andrés Trapiello, al que Linares encomendó los prólogos, denomina la Tercera España. Una voz sin ataduras, análoga a la de Chaves Nogales, Clara Campoamor o Elena Fortún. El término, que todavía irrita a quienes miran la historia de un único lado, quiebra el relato uníateral de los inocentes vencidos, al tiempo que impugna la épica chusca de los vencedores asesinos, salvando a la España intermedia de ambos extremismos siameses.
Lynch publicó también una relación de sus informes diplomáticos, con los que pretendía combatir las insidias y traiciones de algunos de los colegas de su gremio, entre ellos Pablo Neruda. Hasta ahora, sin embargo, los diarios de su estancia en Berlín entre 1939 y 1940, enviado por el Frente Popular chileno después de dar asilo a dos mil perseguidos de ambos bandos en la legación de Madrid, en un gesto admirable y arriesgado al que los dos bandos del litigio español respondieron con una miserable ingratitud, se encontraban inéditos.
Renacimiento acaba de sacarlos en un libro con formato de lujo –cubierta dura, ochocientas páginas, anexos documentales y generoso material fotográfico– que está llamado a ser perdurable. Definitivo. Cedidos por Beatriz Morla, la nieta del diplomático, restaurados en una edición excelente a cargo de Inmaculada Lergo Martín y José Miguel González Soriano, los dietarios berlineses, como señala Trapiello en el prólogo, constituyen uno de los mejores testimonios de cómo la historia atraviesa la vida corriente de las personas.
El testimonio de Lynch, que dedicaba a sus notas las mejores horas del día, supone una inmersión integral en el ecosistema cultural donde emerge y se consolida el nazismo. Su singularidad, además de en la combinación entre lirismo, incertidumbre, delicioso desenfado –el embajador ejerció como un auténtico bont vivant, aficionado a todos los privilegios de su condición de alto funcionario– o gravedad, según fueran las circunstancias, radica en la hibridación entre lo que está sucediendo en la capital alemana –la pesadilla de la Germania hitleriana– y lo que Lynch acababa de vivir en España, destrozada por la contienda civil.
Ambos mundos, tan distintos, a la vez tan cercanos, cohabitan en la mirada del diplomático chileno, dotando a su retrato de Berlín de una plasticidad asombrosa. Solemos pensar, al imaginar la vida de aquellos que nos anteceden, que su historia sucede exactamente con la perfección con la que la relatan los historiadores. Estos Diarios de Berlín, sin impugnar nunca los hechos, evidencian que la realidad, esa cosa tan terrestre, al contrario de lo que enseñan los cuadros de época, está trenzada de contradicciones y condicionada por la complejidad.
Lynch escribe sobre su trabajo. Asiste a galas, recepciones, cenas, almuerzos y fiestas de la aristocracia y la alta sociedad. Se sumerge, gustoso, en la frivolidad y queda deslumbrado por el efectismo de la escenografía y la propaganda totalitaria, epítome de la modernidad en aquella Europa que iba a girar desde la democracia hacia el caudillaje populista, disolviendo al individuo en el fermento sucio de las masas.
Al mismo tiempo, el diplomático chileno incorpora los hechos rotundos de guerra –la toma de Danzing, la ciudad natal de Günter Grass–, describe el pánico que los fanáticos de camisas pardas causan entre muchos alemanes amantes de la libertad –sobre todo intelectuales y artistas– y certifica la política de odio contra los judíos, que le indigna del mismo modo que en España le sublevan las checas y los paseos de los golpistas. Todavía no se conocían los horrores de los campos de concentración, desvelados al mundo tras la victoria aliada.
Lynch refleja muy bien en estas anotaciones privadas la extraña sensación y atracción y repulsión del nazismo, segundo círculo de un infierno europeo cuya primera estación –en el caso de la trayectoria del diplomático e intelectual chileno– había sido el Madrid sovietizante del No pasarán. Altera los instante íntimos, escritos con un tono poético que denota el peso de los desengaños vitales, con escenas sociales y descripciones humanas, como una reunión oficial con Göring tras la anexión de Polonia, compuestas con una meticulosidad prodigiosa
El escritor chileno se mueve entre la cúspide social, los ambientes culturales y musicales –una de sus mayores aficiones–, los encuentros familiares y la rebosante humanidad de una capital alemana a la que el nacionalismo, agitando en su beneficio los agravios de Versalles y las calamidades económicas, iba a conducir al Apocalipsis. Un mundo técnico, frío, a ratos aristocrático, educadísimo sin dejar nunca de ser terrible, tan diferente en comparación con las ignorantes élites con polainas de Madrid y la entrañable y honesta rudeza de los españoles. Es el retrato del natural de una realidad histórica que supera al cine, mejora cualquier serie de televisión y convierte en un juego el género de la ciencia-ficción. Lynch nos permite vivir los años cuarenta en presente. No se lo pierdan. Es uno de los grandes libros del último lustro.