La Costa Brava está llena de calas secretas, oscuras, paradisiacas y, en verano, abarrotadas de gente. Por suerte para algunos el calor se acaba, pero la belleza de este rincón de Cataluña no.
Los pueblos y ciudades del litoral gerundense tienen un encanto que enamora en cualquier época del año y, cuando no se puede ir a la playa, es el momento de mirar en su interior. Si se hace uno puede descubrir castillos, historias, estrellas de Hollywood, leyendas y hasta palacios.
Dónde está
Hay una localidad que precisamente esconde un palacete o castillo que brilla por sus vistas, su historia y su presente. Con apariencia de fortaleza medieval, la realidad es que este palacio no tiene ni 100 años de historia, pero se ha convertido en todo un referente.
Rodeado de un jardín botánico que hacen las delicias de los amantes de la naturaleza y que son la pesadilla de los alérgicos al polen, el Castell de Cap Roig se ha convertido en el gran tesoro de Calella de Palafrugell (Girona), con permiso de sus calas.
Quién lo hizo
El castillo se erige en lo alto de un acantilado que, en 1927, cuando apenas comenzaba a conocerse esta zona con el nombre de Costa Brava, atrajo a un curioso matrimonio. Nicolai Woevodsky, un coronel ruso, y su esposa Dorothy Webster, una aristócrata inglesa con pasión por la decoración, viajaron hasta Cataluña y recorrieron sus playas.
La pareja buscaba alejarse del bullicio de Londres, donde residían. Su búsqueda los llevó a una finca en lo alto de un acantilado en Cap Roig, donde decidieron construir un hogar que los uniría para siempre a este impresionante enclave mediterráneo.
Cómo es
El proyecto fue ambicioso. En 1931, el matrimonio inició la construcción de este palacete al que quisieron dar un aspecto de castillo de estilo neomedieval. Para asegurarse la jugada, el edificio fue diseñado por el propio Nicolai, quien además de militar, tenía conocimientos en arquitectura.
El palacio o castillo, con vistas inmejorables al mar, se complementó con un embarcadero y una pequeña caseta en la cala Massoni, un lugar donde Dorothy solía nadar. Esta cala, desde entonces, es conocida como la "Bañera de la Rusa" en honor a ella.
La construcción del castillo finalizó en 1975, tras varias décadas de trabajo y dedicación, reflejando el esfuerzo de la pareja por crear su propio paraíso en la Costa Brava. Pero es que si el palacete sorprende, los jardines del mismo enamoran.
Convertidos en uno de los elementos más emblemáticos del Castillo de Cap Roig, este espacio es obra de Dorothy, junto con un equipo de jardineros, quienes transformaron las siete hectáreas que rodeaban el castillo en un verdadero paraíso botánico.
Unos jardines de impresión
Entre 1931 y 1935, el terreno fue preparado para acoger más de quinientas especies de flora mediterránea, tropical y subtropical. Estas plantas, cuidadosamente seleccionadas y distribuidas, crearon un entorno que embellecía aún más la residencia y convertía al castillo en un lugar único, rodeado de naturaleza y vida.
Todo esto, como bien saben los que conocen calle, se ha convertido en el mejor legado del matrimonio Woevodsky. Tras su fallecimiento, tanto Nicolai como Dorothy fueron enterrados bajo los pinos que rodean el castillo, junto a sus fieles compañeros Nero y Bonzo, su perro y su gato.
Cómo está ahora
La finca sigue estando en manos privadas, pasó a manos de la Fundación Caixa Girona, y posteriormente, a la Obra Social "la Caixa", que ha sido la responsable de preservar y mejorar este legado desde entonces.
En la actualidad, los jardines de Cap Roig son uno de los jardines botánicos más importantes de España, con una extensión de 20 hectáreas que albergan más de 800 especies botánicas. A partir de 2017, además de la diversidad de plantas, se inauguró un parque de esculturas, integrando piezas de arte moderno con la vegetación, evocando la tradición de los jardines clásicos de la antigua Roma y Grecia.
Lugar de conciertos
Además de la belleza natural y artística, Cap Roig es famoso por albergar uno de los festivales de música más relevantes de la Costa Brava. Cada verano, durante los meses de julio y agosto, el Festival de Cap Roig trae a reconocidos artistas internacionales, ofreciendo un espectáculo inolvidable en este escenario tan privilegiado.
En definitiva, este palacete que el mundo se empeña a llamar castillo, es toda una joya de Calella. Un pueblo que, por sus encantos, playas y gastronomía, bien merece una visita.
Qué comer y qué ver
Ubicado en el corazón de la Costa Brava, el municipio se enorgullece de una cocina que aprovecha lo mejor del mar y la tierra. Los restaurantes locales, tanto en el casco antiguo como a lo largo de su costa, sirven desde marisco fresco hasta variedades exquisitas de arroz y carnes selectas, con un énfasis en el comercio local y productos de kilómetro cero. Este compromiso con la calidad y la proximidad asegura una experiencia culinaria auténtica y sostenible, a precios competitivos.
Más allá de la comida, Calella es un tesoro histórico. Aunque también alejado de la ciudad, el conjunto monumental de Sant Sebastià con su famoso mirador, ofrece vistas impresionantes de calas y paisajes naturales.
Playas
Y es que si por algo es conocida Calella es por sus playas. Port Bo es, tal vez, la más conocida. Se la distingue por ser la cala de las pequeñas embarcaciones que aparecen en las campañas de turismo. A un lado están Malaespina y El Canadell; al otro, La Platgeta y, un poco más allá, Port Pelegrí. También están Golfet, Sant Roc o Els Canyers.
En total, ocho playas rodean estas aguas cristalinas. Son calas íntimas, protegidas, con arena dorada o piedras, perfectas para nadar, saborear una paella o entonar canciones populares que recuerdan a aquellos emigrantes que triunfaron en Cuba. El camino de los Americanos que cruza Calella, Llafranc y Llofriu también celebra su herencia.
Cómo llegar
Y si se mira el interior de Calella, uno puede perderse por el conjunto de callejuelas que dibujan el casco histórico. Allí es fácil dejarse llevar por el encanto de su historia y arquitectura, en particular las de las Voltes y la Gravina, con buganvillas que adornan las fachadas albinas. Y así, caminando sobre los adoquines, rápidamente uno se encuentra con la iglesia de Sant Pere.
Todo esto se encuentra a tan solo 45 kilómetros del aeropuerto de Girona, 120 km de Barcelona y 50km de la frontera francesa. Una localización privilegiada con una belleza excepción.