
El presidente de EEUU, Donald Trump / EP
Estamos tan ocupados poniendo verde (y con razón) a Pedro Sánchez que parece que nos hayamos olvidado de que en Estados Unidos tenemos a un aspirante a dictador de los de verdad, de los que no ocultan sus intenciones y gustan de ejercer de tiranuelo en cuanto las circunstancias se lo permiten (y si no se lo permiten, se las pasa por el orto y santas pascuas). Me refiero, claro está, al presidente norteamericano Donald Trump, que lleva días empeñado en una caza al inmigrante, especialmente virulenta en la ciudad de Los Ángeles, aunque ésta goce de un status especial como (presunta) ciudad refugio.
Cualquiera sabe que Los Ángeles no puede funcionar sin los inmigrantes, especialmente los mexicanos. Hay muchos campos que labrar, muchas piscinas que limpiar, muchas casas que fregar, muchos ancianos que cuidar y muchos bares y restaurantes que atender (las cocinas angelinas suelen estar ocupadas muy mayoritariamente por mexicanos). Es evidente que Trump odia Los Ángeles, y no solo porque la alcaldesa y el gobernador (que le está plantando cara con aires de posible candidato a la presidencia) pertenezcan al partido demócrata. Algo en el estilo de vida local le saca de quicio. Y el hecho de que la industria cinematográfica este mayoritariamente en su contra (tiene que apañarse con Jon Voight), intuyo que le saca de quicio. Así es fácil convertir la capital de California en la infame Babilonia y contribuir a su destrucción.
Como todo en esta vida, Trump está aplicando su venganza a lo bestia, deteniendo a inmigrantes en sus puestos de trabajo, en sus casas o cuando van a recoger a sus hijos al colegio. Ha llenado la ciudad de efectivos de la Guardia Nacional (un cuerpo al que solo puede invocar el gobernador del estado, al que se ha saltado tranquilamente), de militares y hasta de marines, con la excusa de que el gobernador Newsom es un inútil (y, probablemente, un comunista). Ha repartido estopa a tutiplén como el matón que es. En definitiva, ha agarrado una ciudad que, mal que bien, funcionaba y la ha convertido en un caos. Solo para demostrar quién manda.
Ahora, para colmo de su incoherencia, ha decidido abortar las redadas de inmigrantes dedicados a la agricultura y la hostelería, lo cual sería para reírse si no fuera porque no es más que una prueba de que el Donald toma decisiones sin sopesar previamente los pros y los contras. Alguien le ha debido decir que los campos no los atiende nadie y que en los bares y restaurantes se quejan de que todo va manga por hombro. ¡Queda inaugurada la deportación a la carta! Tú, fuera de aquí. Tú, puedes quedarte porque alguien me tiene que preparar mis margaritas (¡no te pases con la sal o te deporto). La miseria moral de las medidas del Donald muestra ahora un matiz grotesco que las hace aún más absurdas.