José Manuel Albares, ministro de Asuntos Exteriores

José Manuel Albares, ministro de Asuntos Exteriores Moncloa

Examen a los protagonistas

José Manuel Albares

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A dormir a la calle

Tuvimos en Barcelona un alcalde llamado Joan Clos que no era precisamente la alegría de la huerta, aunque parecía buen tipo. Por lo que más se le recuerda es por su fijación por el cantante brasileño Carlinhos Brown, al que se pasaba la vida invitando a Barcelona para todo tipo de celebraciones, fiestas y jolgorios municipales o bendecidos por el consistorio (hubo un año en el que Clos ejerció de Rei Momo en una rúa que organizó el inefable Carlinhos Brown, que, a mí, por cierto, me aburría sobremanera).

En la ciudad había cierta unanimidad a la hora de considerar al pobre Clos un plomo, pero un día tuvo una salida humorística que, por lo menos a mí, me obligó a cambiar de opinión a su respecto: en no sé qué acto oficial en el que tenía que dirigirse a una audiencia nutrida y de ringorrango, el hombre dijo que, en su condición de médico anestesista, se había metido a alcalde porque eso le permitía, en sus intervenciones públicas, dormir a un montón de gente a la vez, mientras que en el quirófano tenía que dejar sopas a las personas de una en una.

Me parece un comentario gracioso, la verdad. Y creo que debería aprender de él nuestro actual responsable de Asuntos Exteriores, José Manuel Albares (Madrid, 1972), uno de esos chicos de los recados que Pedro Sánchez tiene la deferencia de referirse a ellos como ministros.

No sé si se habrán enterado, pero en un reciente cónclave de embajadores españoles celebrado en Madrid, el señor Albares se largó un discurso de algo más de una hora de duración que no resultó especialmente estimulante para los asistentes.

Unos disimularon su aburrimiento mejor que otros, pero hubo uno que tuvo el descaro de bostezar de forma conspicua y hasta de quedarse momentáneamente frito, con tan mala fortuna que Albares reparó en su censurable (aunque tal vez comprensible) actitud y lo cesó ipso facto: se trataba del embajador español en Bélgica.

Cabe la posibilidad de que el señor Albares esté hasta el copete de que su presidente lo utilice como embajador volante (al igual que a Santos Cerdán) para ir a hablar con un fugitivo de la justicia como Carles Puigdemont (de quien depende el sillón del señorito).

Tampoco es descartable que también esté harto de aparentar (a instancias del señorito) que el uso del catalán en las instituciones europeas se le antoja de una prioridad absoluta: el tema, probablemente, le importa un rábano, como a Sánchez, pero como éste tiene que quedar bien con los enemigos del estado que controlan el estado, a Albares le toca, con demasiada frecuencia, ir a Bruselas a dar la chapa con lo del catalán, un tema que solo sirve para dar la lata y tirar el dinero, como lo del catalán en el parlamento español.

Albares sabe que a Sánchez también se la sopla el tema, pero el jefe no se reúne con Puigdemont o Nogueras, mientras que a él le toca enfrentarse a tan duros trances.

Albares tiene cara de buena persona, pero yo diría que está algo quemado. Y en esa tesitura, se te duerme el embajador en Bélgica mientras sueltas un rollo que probablemente habrías preferido ahorrarte y lo cesas de manera fulminante.

Según el dicho, en Madrid, a las siete de la tarde, o das una conferencia o te la dan. Albares debería haberlo tenido presente y obrar en afable consecuencia. A fin de cuentas, es un diplomático de carrera, no un médico anestesista.