Este 15 de enero, el juez Joaquín Aguirre, titular del Juzgado de Instrucción 1 de Barcelona, se jubila después de más de tres décadas de carrera judicial. Su trayectoria ha estado marcada por investigaciones ambiciosas, mediáticas y polémicas que, en muchos casos, acabaron desmoronándose antes de llegar a juicio.
Aguirre será recordado como el juez de las macrocausas, pero también como el magistrado que, a menudo, no supo darles un final sólido.
Nadie cuestiona que sus investigaciones partieran de sospechas legítimas de delitos. Desde la financiación del procés en el caso Voloh, hasta el caso Gran Tibidabo, Aguirre logró situar en el foco mediático posibles tramas de corrupción y abuso de poder.
Sin embargo, el problema no era el punto de partida, sino la manera en la que conducía sus instrucciones. Largas, complejas, llenas de giros y lagunas legales, muchas de estas causas se vieron abocadas al archivo, dejando la sensación de que, más que justicia, lo que quedó fue ruido.
Además de las inconsistencias procesales, Aguirre nunca tuvo reparos en trasladar sus opiniones personales a las causas. Llegó a poner en duda la profesionalidad de los Mossos d’Esquadra, desestimando la protección de escoltas de la policía catalana, alegando que podían filtrar detalles de los casos que instruía.
Y, en un gesto cuestionable desde el punto de vista ético, participó en entrevistas con televisiones extranjeras mientras sus investigaciones aún estaban abiertas, alimentando una narrativa más política que judicial.
Joaquín Aguirre deja un legado contradictorio: un juez que no temía investigar grandes tramas pero que, en demasiadas ocasiones, no supo atar los cabos legales para llevarlas a buen puerto. Un recordatorio de que la justicia no sólo requiere convicción, sino rigor y precisión.