El expresidente de la Generalitat Quim Torra ha agotado la vía judicial para que se anulara su inhabilitación de año y medio por haberse negado a retirar lazos amarillos en edificios oficiales de Cataluña. El Tribunal Constitucional ha validado su exclusión por desobediencia, poniendo fin a sus opciones de sacar adelante su pleito.
Y es que el tribunal ha rechazado por unanimidad el recurso del exdirigente de Junts, legitimando así la demanda de la Junta Electoral Central (JEC), que en enero de 2020 pidió que se le retirarse a Torra la credencial de diputado autonómico por haber incumplido el principio de neutralidad institucional y de respeto a la pluralidad antes de las elecciones de ese mismo año.
Este episodio fue uno más de los muchos protagonizados por el exmandatario secesionista, a quien buena parte de los catalanes recordará por su nula gestión, o bien por verla rayana en la incompetencia.
Gesticulaciones como esta forman parte del legado de Torra en su etapa al frente del Palau de la Generalitat. Y ello es malo, pues contribuyó a desprestigiar el autogobierno y a azuzar los vientos de la desafección política.
Es cierto que Torra vivió como president la peor etapa de la pandemia del Covid, aunque también lo es que, durante su tenencia, continuó obsesionado con la cuestión identitaria. Fue incapaz de abrirse al global de la ciudadanía, concibió Cataluña como patrimonio de los nacionalistas radicales, y su acción de Govern así lo plasmó.
Negro sobre blanco, la etapa de Torra fue negativa para una región incapaz de curarse las heridas del procés independentista. Es más, su forma de gobernar las agravó, perjudicando a la mayoría de ciudadanos y también al tejido económico.
La derrota de Torra en los tribunales es triste para él. Y supone un epílogo ilustrativo de lo que fue su pésimo mandato.