José María Martí Font
Amigo y maestro
No sé ustedes, pero yo, desde la pandemia hasta aquí, cargo con una larga lista de amigos muertos con los que me creía que aún me quedaba bastante tiempo por compartir. El último, hasta ahora, es el periodista José María Martí Font (1950), quien nos dejó hace unos pocos días a consecuencia de un cáncer con el que llevaba batallando los últimos cinco años y a cuyo funeral, sin curas y con canciones de los Beatles y Paolo Conte, acudí el pasado jueves. Fue una bonita despedida en la que quedó claro el afecto que los presentes sentíamos por el difunto y que contó con unos sentidos parlamentos de su viuda y sus hijos cuyo contenido compartimos todos los que estábamos allí, pensando, supongo, que cada vez faltaba menos para nuestro propio funeral.
Conocí a Martí (casi nadie le llamaba por su nombre de pila) a finales de los años 70, cuando me dio la bienvenida afablemente a la prensa alternativa de la época, a revistas como Star, Disco Exprés o Ajoblanco. Tenía la misma edad que mi hermano mayor y, en cierta medida, ejerció de hermano mayor con el pipiolo underground que era yo por esos tiempos, deseoso de integrarme en la contracultura e incapaz de afiliarme al PSUC (a él lo echaron de ahí por fumar canutos y hasta le montaron un juicio de autocrítica que resolvió enviándolos a todos al carajo y dándose de baja del comunismo burgués). Fueron unos años tremendamente divertidos y fue estupendo poderlos compartir con Martí quien, en sus ratos libres, hasta era capaz de dirigir un par de galerías de arte (la Mec Mec y la Galería G).
Sostenía Martí que su generación se dividía entre los que se iban a la India y los que se iban a Nueva York. Él formó parte del segundo contingente y se tiró unos añitos en Manhattan, frecuentando la compañía de artistas como Muntadas, Miralda, Torres o Pazos. A finales de los 70 se instaló en Los Ángeles, donde le pegué una gorra de las que hacen historia y donde hasta escribimos algún artículo a medias (recuerdo una divertida entrevista con David Lynch que publicamos en el suplemento dominical de El País). Un día cayó por Los Ángeles Juan Luis Cebrián, hicieron buenas migas y mi amigo acabó en la redacción madrileña de El País y, posteriormente, en la barcelonesa. También ejerció de corresponsal (en Bonn y en París) y publicó algunos libros de mérito, como El día que acabó el siglo XX (sobre la caída del muro de Berlín, a la que había asistido en directo) o La España de las ciudades (sobre la evolución de Madrid y de Barcelona durante los últimos años).
Mi amigo Martí tocó todos los palos del oficio, y todos bien. Escribió sobre cine, literatura, música pop, cómics o política nacional e internacional, pues su infinita curiosidad daba para eso y mucho más. Han sido casi 50 años de amistad a los que una maldita enfermedad ha puesto fin antes de tiempo, un fin que Martí, fiel a sí mismo, ha afrontado con una entereza, un optimismo y un sentido del humor admirables, no en vano fueron esas las cualidades que exhibió siempre en vida. En sus últimos tiempos, vivía semi retirado en la Tarragona rural y hablaba orgulloso de sus olivos. Se ha ido antes de tiempo, pero con la satisfacción del deber cumplido en todos sus aspectos, personales (lo dejaron claro sus tres hijos) y profesionales (nunca oí a ningún colega hablar mal de él). Lo echaré mucho de menos. Y no seré el único.