Isabel Coixet
La mirada humanista
Antes de que se me acuse de nepotismo, debo aclarar algo: sí, Isabel Coixet y yo somos amigos desde hace más de treinta años y es una de las personas que más quiero en este mundo. Aviso porque lo que viene a continuación puede considerarse un panegírico de la interfecta e inducir al (posible) lector a creer que soy un firme partidario de la ley del embudo: ancho para mis amigos y estrecho para los que me caen mal. ¿Pero qué puedes hacer cuando un amigo hace muy bien su trabajo y te apetece destacarlo? ¿O tienes que hacerte el sueco y no decir ni mu para que no parezca que te ciega la amistad?
Como lo de hacerme el sueco no va conmigo y me ha gustado mucho Un amor, la última película de Coixet, basada en la novela homónima de Sara Mesa, aquí estoy para afirmar que estamos, probablemente, ante una de las mejores obras de mi amiga. Reconozco que me han gustado todas sus películas, con la excepción de Mapa de los sonidos de Tokio (se lo hice saber en su momento y no dejó de dirigirme la palabra), pero las dos últimas me resultan especialmente atractivas: antes de Un amor, vino Nieva en Benidorm, pero llegó en mal momento, en plena pandemia, y pasó prácticamente desapercibida, lo que espero no suceda con la recién estrenada adaptación del libro de Sara Mesa.
Lo que más admiro del cine de Isabel es su capacidad para conmover sin incurrir jamás en la cursilería. Lo logró en Nieva en Benidorm, mezcla de thriller y romance otoñal protagonizado por la adorable Sarita Choudoury (sé lo que me digo: Isabel me la presentó en Nueva York), y lo ha vuelto a conseguir en Un amor, gracias en gran parte a su muy convincente protagonista, Laia Costa (a ésta también me la presentó, cuatro veces, pero como Laia es una persona muy agradable, pero tirando a cegata, cada encuentro era el primero), que cierra brillantemente la película con una secuencia que la crítica cejijunta (y alguna persona decente, como Mauricio Bach) ha encontrado innecesaria y hasta ridícula. No creo incurrir en el spoiler si les cuento que, en esa última secuencia, Laia baila sola en mitad de la naturaleza mientras suena una canción del gran Max Raabe, poniendo un brillante colofón a una historia que va, principalmente, de esa gente cuyo único motivo de existir parece consistir en amargar la vida de los demás (o, como decía Josep Maria de Sagarra de uno de los personajes más despreciables de Vida privada, "parecía haber venido al mundo a convertirlo en un lugar más desagradable de lo que ya es").
La mirada humanista de Isabel alcanza en Un amor lo que yo diría que es su punto álgido hasta el momento gracias a la historia de esa mujer que huye de un trabajo que la ha destrozado (y de sí misma) para aterrizar en un pueblo que no tiene nada que ver con la supuesta vida sana y agradable que le adjudican al campo los mal informados: la condición humana, que deja bastante que desear, es la misma en todas partes, y puede empeorar en lugares pequeños de esos en los que todo el mundo se conoce (algo a evitar: no hace ninguna falta conocer a todo el mundo). Tranquilos, que no les voy a contar la película. Me limitaré a recomendarles que la vean y se conmuevan sin pasar vergüenza por ello o sentirse más tontos que los críticos de colmillo retorcido. Y a que se alegren conmigo de que la Academia del Cine Europeo le vaya a conceder a Isabel Coixet próximamente, en Berlín, el premio a la obra de toda una vida.