Mohamed VI
¡Qué bien se está en París!
Sólo he estado una vez en Marruecos, a principios de los 90 y (casi) obligado por mi novia de entonces, y nunca he vuelto a poner los pies allí. A ella le encantaba lo que entonces se conocía como bajarse al moro y yo (the power of love, ya se sabe) me dejé convencer. La verdad es que me lo acabé pasando bastante bien y conocí a algunos personajes singulares, pero llegué rápidamente a la conclusión de que aquel país, dicho sea sin ánimo de ofender, no era para mí. Igual soy demasiado occidental, no sé, o un reaccionario que piensa, como Kipling, que East is east and west is west, pero no creo, ya que me ha pasado lo mismo en otros lugares que, en teoría, tenían más que ver conmigo.
Como les decía, nunca he vuelto a Marruecos. Peor para mí. O no. En cualquier caso, creo que estoy en mi derecho de seleccionar los países que visito. Lo que ya me parece más raro es que el rey de Marruecos, Mohamed VI (nombre completo: Sidi Mohamed ben el Hasán ben Mohamed ben Yusef Alaui), tenga la curiosa costumbre de pasar todo el tiempo posible fuera de su país (en el 2022 se tiró 200 días en el extranjero). Igual le desagradan sus compatriotas. O está muy a gusto en el apartamento parisino de 1.000 metros cuadrados y con vistas a la torre Eiffel que compró en octubre de 2020 por el módico precio de 80 millones de euros.
Tampoco es que viva mal en Marruecos, donde dispone de 12 palacios y unos 600 coches de lujo (en el 2015 era el quinto hombre más rico de África). Por no hablar de sus inversiones en el mundo del ladrillo, que le reportan una pasta gansa: ahí no se construye nada sin que el amigo Mohamed reciba su mordida. Lleva en el cargo desde 1999, cuando falleció su padre, Hassan II (cuya foto estaba situada en un lugar de honor en la mayoría de humildes hogares que visité a principios de los 90: todo el mundo, por mal que viviera, parecía sentir un gran respeto y hasta cierto afecto por alguien que se comportaba como un sátrapa y al que parecía importarle un rábano la existencia cotidiana de sus súbditos, pero da la impresión de que a su hijo todavía le importa menos. ¿Qué otra cosa cabe deducir de un monarca que tarda cuatro días en dejarse caer por su país, que acaba de ser víctima de un terremoto que ha dejado un saldo de más de 2.000 muertos? Debía estar tan a gusto en París, junto a su amigo especial Abu Azaifar (especialista en artes marciales y con un pasado de presidiario en Alemania) y los dos hermanos de éste, que también pillan lo que pueden de ese rey que gobierna (y trinca) a distancia. Un monarca parlamentario (o cualquier presidente decente) se habría chupado el terremoto in situ y se hubiera plantado en los hospitales ipso facto para interesarse por los heridos: nuestro hombre tardó cuatro días en cumplir con su obligación, y por las imágenes en que se le ve haciendo como que le importa la situación de los damnificados que sobrevivieron a la tragedia, da la impresión de que está ahí por obligación mientras piensa en lo mal que huelen los pobres y el asco que dan.
Cuesta entender que el pueblo marroquí no se rebele contra un sujeto que roba a mansalva, se pasa la vida a una prudente distancia de sus súbditos y no mueve un dedo para mejorar sus condiciones de vida. Será una cuestión de fe, no en vano Mohamed VI es, además de rey, Comendador de los Creyentes. En Europa lo soportamos porque mantiene a raya a los islamistas, que es lo único que le puede agradecer la humanidad (aunque sea pagando de una u otra manera). En España rige desde siempre una supuesta amistad fraternal de nuestros monarcas con los de Marruecos que no se acaba de creer nadie, pero se transmite de padres a hijos (el Emérito llamaba hermano a Hassan II y el Preparado hace lo propio con Mohamed VI), mientras, cíclicamente, nos las tenemos por Ceuta y Melilla, protagonizamos ridículas escaramuzas como la del islote de Perejil o discutimos por cuestiones pesqueras. La autoridad insiste en que España y Marruecos somos países hermanos, pero esa hermandad no se aprecia por ninguna parte (aquí disfrutamos de un racismo de dos direcciones: el de los españoles que no soportan a los magrebíes y el de los magrebíes que nos consideran una pandilla de infieles que llevamos a nuestras mujeres vestidas como putas).
Puede que estar de acuerdo con Kipling no sea lo más progresista del mundo, pero que el rey de Marruecos pase olímpicamente de sus súbditos (al igual que de su mujer y sus hijos) como hace Mohamed VI me parece mucho más grave. De hecho, lo raro es que no haya una revolución y le corten la cabeza. Igual es en previsión de semejante posibilidad que el hombre se pasa la vida en París con su amiguito el convicto de las artes marciales, con el que tan feliz se le ve.