Tina Turner
Una fuerza de la naturaleza
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Como una fuerza de la naturaleza la describió Nik Cohn en su legendario ensayo sobre la música pop Awop bop a luba alop bam boom (título extraído de una incomprensible frase del hit de Little Richard Tutti Frutti), que incluía un capítulo sobre Tina Turner o, más concretamente, sobre su culo, que al escritor le parecía una maravilla, sobre todo cuando se movía en el escenario. Tan prodigioso trasero dejó de moverse hace unos días, cuando la cantante abandonó el edificio (Brownsville, Tennessee, 1939 – Küsnacht, Suiza, 2023).
Llevaba algunos años retirada y enferma, cuidada por su marido alemán, Erwin Bach, con el que alcanzó, ayudada por el budismo, la paz y la serenidad que tanto se le habían resistido en sus años de oro, cuando formó pareja sentimental y artística con Ike Turner (de quien heredó el apellido tras el divorcio, ya que ella se llamaba Anna Mae Bullock), un tipo con mucho talento, pero también un animal de bellota que la trataba a patadas obedeciendo a su mal carácter, potenciado por las drogas y el demonio del alcohol (que dirían los Kinks).
Tina estuvo casada con el bestia de Ike entre 1962 y 1978. Fueron famosos y, ya que no funcionaban como matrimonio, sí que lo hacían como figuras señeras de la música negra. Cuando ella lo plantó, no volvió a dirigirle la palabra, pero se quedó con su apellido para no tener que iniciar una nueva carrera en solitario con un nombre que no le sonaba a nadie.
Contra todo pronóstico, las cosas le fueron de maravilla: su álbum de 1984 Private dancer, producido por alguien con un ojo tan fino para la taquilla como Mark Knopfler, líder de los Dire Straits, fue un bombazo de alcance mundial; y a partir de ahí, todo fue in crescendo hasta convertirse en una diva y, para algunos, en la reina del rock, como se han referido a ella en muchas necrológicas dirigidas especialmente a los fans de Tina no muy familiarizados con su obra anterior, que es, en mi opinión, la que realmente vale la pena, aunque se debiera en gran parte a un facineroso como Ike Turner.
En realidad, hay dos Tinas: la que grabó Proud Mary, Nutbush City limits y, sobre todo, River Deep, mountain high (bombástica canción del gran Phil Spector que empieza en lo más alto y sigue insólitamente hacia arriba, un poco en la línea del Suspicious minds de Elvis), y la que se recicló en cantante de un pop menos salvaje y más para todos los públicos.
La fama y la fortuna le llegaron en su segunda fase, pero las grandes canciones están en la primera. Tuve el placer de cruzarme con Tina dos veces en la vida (es lo bonito del periodismo, que se conoce gente). La primera fue, si no recuerdo mal, cuando Private dancer, vía entrevista para ya no me acuerdo qué publicación (la edad es lo que tiene). Me dio una agradable horita de conversación en el hall de un hotel de Barcelona (no me pregunten cuál, etcétera) y la recuerdo como una mujer muy simpática que, pese a las penalidades vividas, hacía gala de un sentido del humor admirable.
La segunda fue a mediados de los 90, durante una gala de la industria musical española cuyo guion nos había caído a Guillem Martínez y a un servidor de ustedes. Estaba yo apoyado en un estrecho y oscuro pasillo que conducía al escenario cuando me pasó a diez centímetros una señora mayor que avanzaba insegura sobre unos altos tacones, apoyada en alguien de la organización que ejercía prácticamente de lazarillo. Cuando llegó al escenario, la señora mayor mutó en una bestia bailonga que rugía más que cantaba. Fiel a mis mayores, me fijé en el trasero de Tina Turner y comprobé que el bueno de Nik Cohn había tenido más razón que un santo.