Sam Altman
El aprendiz de brujo
No hay duda de que Sam Altman (Chicago, 1985) es un tipo brillante. A los 19 años, fundó y dirigió su primera empresa, LOOPT, creadora de una app de ubicación (nada que ver con la de Pam para controlar a maridos vagos que no ayudan en las tareas del hogar) con la que lo petó de tal manera que, cuando decidió vender la compañía, le cayeron más de 43 millones de dólares. Tras diversas aventuras empresariales de vanguardia, el señor Altman es actualmente el director de OpenAI, la cuna de ChatGPT, y en condición de tal fue llamado hace unos días al Capitolio para informar de cómo está el patio en lo referente a la inteligencia artificial y de lo bueno y lo malo que podemos esperar de ella los pobres mortales que, hasta el momento, solo hemos visto esas fotos falsas del Papa con un plumón de Balenciaga que no hay manera de distinguir de unas posibles imágenes reales. El pavoroso fantasma del ordenador rebelde HAL 9000, de 2001, una odisea del espacio, planea sobre todo el asunto y da la impresión de que la IA hay que regularla, pues parece servir para lo mejor y para lo peor y no sería el primer invento razonable al que le damos un uso indebido (pensemos en Internet, que permite el acceso a toda la cultura mundial, pero también ha sido una bendición para pedófilos y otras gentes de mal vivir).
A diferencia de los mandamases de Facebook o TikTok, que fueron convocados al Capitolio para encajar sendos chorreos de los señores senadores, Altman fue invitado para que pusiera al corriente a la humanidad acerca de lo que podemos esperar de la inteligencia artificial, y vino a decir que lo mejor y lo peor. Según el señor Altman, la IA puede contribuir a curar el cáncer o a revertir el cambio climático, pero también puede prestarse a utilizaciones mucho más chungas comparadas con las cuales, lo del Papa de Balenciaga nos parecerá una broma. “Si la IA sale mal, puede salir muy mal”, advirtió el señor Altman, quien propuso que se creara una agencia de control de la misma para evitar sorpresas desagradables (entre ellas, la posibilidad de que un determinado modelo se replique a sí mismo con aviesas intenciones, siguiendo el ejemplo del funesto HAL 9000). El director de OpenIA comparó su invento con las armas nucleares y pidió que se establecieran protocolos para controlarla debidamente. A simple vista, no parecemos hallarnos ante un sacamantecas como Mark Zuckerberg o Elon Musk, claros partidarios de forrarse y de que el que venga atrás que arree, lo cual resulta bastante tranquilizador.
Es como si Altman se considerara un aprendiz de brujo que pide ayuda para que sus inventos no se le desmanden hasta hacernos la vida imposible a todos. Más vale que se la demos si no queremos que todo esto de la inteligencia artificial acabe como el rosario de la aurora.