La princesa del pueblo
Nunca olvidaré la muerte de Lady Di, aunque reconozco que ello se debe a un acontecimiento bastante banal: la pobre la diñó el día de San Ramón Nonato, mi santo patrón, y fue tema de conversación en la comida que solía celebrarse en la segunda residencia de mis progenitores en Canet de Mar y que constituía el punto álgido de nuestra desangelada vida familiar (mi padre también se llamaba Ramón). Diana Spencer (Sandringham, 1961 - París, 1997) tuvo muchos fans en vida, conservando a la mayoría de ellos tras su muerte (Elton John tuneó en su honor un tema dedicado a Marilyn Monroe, cambiando el título original, Candle in the wind por el de Goodbye, England´s rose, y consiguiendo que Keith Richards lo definiera como “ese tío que compone canciones sobre rubias muertas”). Reconozco que nunca formé parte de su base de fans y que lamenté su fallecimiento como habría lamentado el de cualquier persona de su edad. Lo cierto es que la pobre Diana me resultaba un pelín cargante.
Ya sé que su boda con el eterno príncipe heredero fue una catástrofe y que los Windsor solo la querían para fabricar herederos a la corona, pero me temo que esa mujer superó ampliamente la edad habitual para creer en cuentos de hadas. Su marido nunca dejó de cepillarse a su amante, Camilla Parker Bowles, y yo diría que le dejó meridianamente claro que así estaba el patio, se pusiera como se pusiera, y que, si aún seguía creyendo en cuentos de hadas a su edad, eso era un problema suyo.
Cuando murió perseguida por los paparazzi bajo los puentes de París, los Windsor se quitaron un peso de encima, dado que la pobre Diana se había convertido en todo un incordio romántico (hasta se llegó a especular sobre la posibilidad de un asesinato tramado en el palacio de Buckingham). La reina Isabel tardó cuatro días en pronunciarse al respecto, y cuando lo hizo, fue de una manera escasamente sentimental y solo le faltó decir: “¡Por fin nos hemos librado de esa pelmaza!”. Eso sí, luego la vieja tuvo que plegar velas porque la difunta era muy querida entre el populacho (de ahí lo de la princesa del pueblo, adelantándose varios años a nuestra Belén Esteban) y, haciendo un esfuerzo, se vio obligada a fingir que la humanidad y la compasión eran rasgos distintivos de los Windsor (mentira). Desde el otro mundo, Diana siguió amargándole la vida a la monarquía británica, que tuvo que emplearse a fondo para lavar su mala imagen.
Dicen que Diana buscaba el amor, como casi todo el mundo, pero que no lo encontró en la familia real británica, uno de los peores sitios para buscarlo. Su muerte desencadenó una oleada de cursilería internacional y un asco generalizado hacia los Windsor, que vivieron unos cuantos annus horribilis. Todo el asunto había sido un tremendo malentendido entre una chica que creía en los cuentos de hadas y un heredero a la corona que la trató como a una gallina ponedora. Diana estuvo a punto de llevarse por delante la monarquía, aunque por los motivos equivocados: no porque fuera un anacronismo muy rentable, sino porque se habían portado muy mal con ella. Las masas convirtieron en heroína a una pobre chica que no sabía dónde le daba el aire y que a veces parecía confundir la ingenuidad con la tontería. Creo que el día de su muerte comimos paella, pero no estoy seguro del todo.