Cómo fundirse una fortuna y quedarse tan ancho
Hay un cuento de Maupassant en el que el narrador, un acaudalado burgués parisino, visita cada verano el pueblo en el que, años atrás, dejó embarazada a una criada de la posada local, quien alumbró a un niño del que nuestro hombre se desentendió ipso facto, aunque nunca dejó de enviarle dinero a la madre para que intentara convertir al crío en un hombre de provecho. La pobre mujer no lo consiguió y el niño se convirtió en un gañán que no da golpe, bebe más de la cuenta, se mete en fregados de los que no sabe salir y constituye, indudablemente, un desastre andante. Cada verano, nuestro hombre se deja caer por el pueblo y, sin revelarle al chaval su condición, se dedica a observarlo a cierta distancia, comprobando que empeora año tras año. En cierta manera, ese burgués insolidario siente cierta debilidad por el fruto de sus escasos encuentros con la criada, y aunque sería incapaz de llevárselo a París e intentar enmendarlo, se ve impelido a seguir su penosa evolución desde una prudente distancia. A mí me ocurre algo parecido con el hijo de la tonadillera Isabel Pantoja, Kiko Rivera, conocido en etapas anteriores de su catastrófica existencia como Paquirrín o DJ Kiko.
No lo puedo evitar: siento por Kiko una debilidad inexplicable que me lleva a seguir sus penosas andanzas a través de la televisión y la prensa. A su manera, nunca me defrauda. Ahora acaba de reconocer que se gastó entre cuatro y ocho millones de euros en juergas, putas, farlopa, billetes de avión y habitaciones de hotel para sus amigotes en unos pocos años, lo cual explica que siempre esté tieso de pasta y se vea obligado, cíclicamente, a llamar a las puertas de Telecinco (que Vasile y Jorge Javier le abren gustosos) para explicar sus infidelidades, las broncas con su mujer, el asco que le da a veces su hermanastra o lo bruja que puede llegar a ser su madre. La frecuencia de sus apariciones televisivas depende de la velocidad con que se haya fundido el dinero del que disponía y cuyo origen siempre ha sido, cuando menos, peculiar (hace tiempo, se hizo imprimir unas tarjetas en las que constaba, como ocupación, “inaugurador de discotecas y catador de croquetas”).
Poco dado a los estudios y al trabajo, el hombre se ha ido convirtiendo en una especie de parásito social que, a diferencia de la mayoría de sus equivalentes mediáticos, siempre me ha inspirado cierta ternura, pues yo creo que en el fondo estamos ante un buen chico que, simplemente, ni tiene muchas luces ni sabe muy bien dónde le da el aire. Lo tiene todo para que le deteste, pero cada vez que sale por la tele, en vez de cambiar raudamente de canal como si fuese Pilar Rahola, me quedo mesmerizado ante su presencia y flipo con las cosas que dice. Siempre lo recordaré, con su cubata y su pitillito, diciendo que Julián Muñoz, alias Cachuli, le parecía un buen tío, pero que no pensaba visitarlo en el trullo porque a él la trena le daba muy mal rollo. Inevitablemente, Cachuli, el hombre que llevaba los pantalones a la altura de los sobacos, me remitía a los sustitutos anteriores de su difunto padre, el torero Paquirri, y no podía evitar sentir compasión por alguien cuyas figuras paternas cuando era un niño habían sido Encarna Sánchez y María del Monte.
Nacido en el mundo del espectáculo, Kiko ha conseguido vivir de él sin saber hacer la o con un canuto. Papá toreaba. Mamá cantaba. Y él solo servía para la juerga, la vagancia y el consumo de estupefacientes. Si no fuera por este último problemilla, el hombre podría tener una cuenta bancaria inexplicablemente saneada y conseguida a base de cobrar por ir a fiestas y a la tele a despotricar de la familia (guardemos un respetuoso silencio sobre sus pinitos musicales). Pero ha tenido la gallardía de reconocer que se pulió entre cuatro y ocho millones de euros (de origen incomprensible) en jolgorios con los amigotes, como diciendo que él es así y no hay nada que hacerle. Teniéndolo todo para resultar despreciable, a mí, no sé muy bien por qué, me cae bien. Puede que se deba a su desfachatez, a su falta de dobleces, a su reconocimiento implícito de que lo que ves es lo que hay.
Por eso, como el personaje de Maupassant con el cenutrio de su hijo ilegítimo, me dedico a observarlo a distancia y con un estupor extrañamente gozoso que no sé explicarme muy bien. No lo va a tener fácil para superar su última confesión, pero algo me dice que lo logrará. Y ahí estaré yo para verlo y oírlo.