Alfonso Sastre
De comunista a batasuno
Se nos ha muerto el dramaturgo madrileño, caído prácticamente en el olvido, Alfonso Sastre, el comunista que, durante la transición, se metió a batasuno y estuvo interpretando ese papel hasta el final de sus días, instalado en el País Vasco, donde había tomado partido claramente por la izquierda abertzale y más que flirteado con ETA y sus desmanes, para los que siempre encontraba justificación, al igual que su esposa, Eva Forest (que en paz descanse también), que ya había sido detenida en 1974 por su supuesta relación con la banda de asesinos patrióticos. Ambos se trasladaron de Madrid a Hondarribia en 1977 y se pusieron a hacer el batasuno sin tasa, mientras él iba cayendo en una irrelevancia solo interrumpida por alguna entrevista incendiaria (y delirante) en la prensa, donde siempre aparecía con su barba, su boina y su cara de injusticia histórica (o de simple mala uva, no lo sé muy bien).
Como Vázquez Montalbán, contra Franco, Sastre vivía mejor. Bueno, no, vivía de pena porque el régimen la tenía tomada con él, le censuraba sin parar y no lo dejaba en paz. Pero cuando llegó la democracia, Sastre fue de los que no se dieron por enterados, tal vez porque la muerte del dictador le desposeía de su leitmotiv vital. Puede que otro hubiese disfrutado de poder estrenar sus piezas teatrales sin censura, pero nuestro hombre no estaba para componendas, así que decidió que la monarquía parlamentaria era una continuación del franquismo con otro nombre y se puso a buscar una causa que le impidiera creer en aquello de que, muerto el perro, se acabó la rabia. La encontró en el independentismo violento vasco, y a ella se entregó con un entusiasmo digno de mejor causa. Eso sí, fue un pionero a la hora de denigrar la transición: los representantes de la Nueva Izquierda Imbécil lo hacen ahora, pero Sastre ya lo hizo en plena transición: ¡a él no se la daban con queso esos fascistas disfrazados de demócratas!
Su caso recuerda un poco al de Bergamín, que también metió la pata en sus últimos años con el mismo tema, ensuciando una hoja de servicios hasta entonces bastante limpia (aunque dejó unos versos que cada día me definen mejor: “Qué poco me va quedando / De lo poco que tenía! Todo se me va acabando/ Menos la melancolía”). Y se anticipa (otra notable labor de pionero) al inefable Ramón Cotarelo, otro madrileño que se ha apuntado a otra causa idiota, aunque en su caso en Cataluña, donde, tras perder el tiempo en la capital haciéndole la pelota a Rodríguez Zapatero sin que cayeran ni prebendas ni ministerio alguno, se dedica a hacer lo propio con Carles Puigdemont, sin que los resultados hasta el momento sean tampoco como para echar cohetes (y este ni siquiera ha sido capaz de legarnos unos versos tan brillantes como los recién reproducidos).
En los años 60, Sastre se las tuvo con Buero Vallejo, otro dramaturgo de izquierdas aquejado de problemas con la censura. Buero acusaba a Sastre de radical e intransigente y este, a su vez, lo tildaba de complaciente y acomodaticio. Cada uno interpretaba su papel: Buero, el del Rojo Posibilista; Sastre, el del Rojo Irredento. Mientras el primero intentaba ganarse la vida y explicar historias críticas con el régimen sin que se notara mucho para no acabar en el talego, el segundo se cerraba en banda a cualquier concesión. Y cuando le llegó el momento de expresarse sin cortapisas, no lo quiso aprovechar, se disfrazó de vasco y se dedicó a despotricar durante todos los años que le quedaban de vida, que en 1977 eran bastantes.
La España democrática no se ha portado tan mal con él. Cierto es que su obra La taberna fantástica la escribió en 1966 y no pudo estrenarse hasta 1985, pero ese año le cayó el Premio Nacional de Teatro. En 1993 obtuvo el de Literatura Dramática por Jenofa Juncal. En 2003, el Max de Honor por su contribución a la creación teatral. Y el próximo 4 de octubre, la SGAE le entregará, a título póstumo, la Medalla de Honor. No sé cómo se tomó estas distinciones, pero intuyo que no muy bien, dado que el perverso Estado español seguía empeñado en hacerle le vida imposible a su Euskadi soñada. Tenía razón Marx en lo de que la tragedia se repite en forma de farsa: la chaladura abertzale de un dramaturgo notable tiene ahora su réplica en las memeces de Cotarelo. ¡Qué tiempos estos, en los que hasta zumbarse ha ido a peor!