La nueva Lady Di
Los Windsor son incombustibles. Incluso diría que inmortales: la reina Isabel tiene 94 años y está mejor que Keith Richards, mientras que su augusto marido, el príncipe Felipe de Edimburgo, está a punto de cumplir los 100 hecho un potro, como demuestra su reciente y exitoso paso por el quirófano. La vida, en general, les sonríe (no así al eterno heredero Charlie, que ya me veo que se lo van a saltar entre su madre, que no la diña ni a tiros, la parienta, a la que sus compatriotas no pueden ni ver, y su hijo William, que está hecho un chaval (aunque calvo) y tiene una esposa guapa y presentable, no como ese viejo jamelgo de Camilla Parker-Bowles). Pero, de vez en cuando, se les mete una piedra en el zapato. Hace años, esa piedra atendía por Diana Spencer, alias Lady Di, que a punto estuvo de llevarse por delante a la familia real con sus zapatetas, sus desamores y sus quejas, dando muestras así de que no sabía dónde se había metido al casarse con el Orejas, quien solo pretendía que fabricara algún heredero y no molestara mucho, que él ya se apañaba con el jamelgo del que aspiraba a ser su támpax.
Lady Di consiguió convertirse en la Princesa del Pueblo y que Elton John reciclara para su funeral la canción que Bernie Taupin y él le habían dedicado a Marilyn Monroe, Candle in the wind (rebautizada como Goodbye, England´s rose, hecho que motivó un sarcasmo del guitarrista de los Stones, quien se burló de sir Elton diciendo que solo sabía componer canciones para rubias muertas). Como se dice en estos casos, muerto el perro (con perdón), se acabó la rabia. Fallecida Diana en un turbio accidente automovilístico en París, a la reina le bastó con hacerse la humana durante unos meses para recuperar el favor de su público. Lo que me temo que no esperaba es que la broma de mal gusto se repitiera años después con otra recién llegada a la familia, esa actriz americana casada con Harry, el hermano del heredero, famoso por sus juergas en Las Vegas y por disfrazarse de nazi en cierta ocasión.
Meghan Markle (Los Ángeles, 1981) la ha liado parda con su maridito y Oprah Winfrey (la María Teresa Campos de Estados Unidos) en una entrevista que ha sentado como un tiro en el palacio de Buckingham. En ella, la actriz se despachaba a gusto contra los royals, acusándolos de racistas, de impedir que se sintiera a gusto en su ambiente y de tratarla no tan bien como ella hubiera deseado. El zanahorio de su marido se sumó a sus quejas y, de momento, ya ha conseguido que su hermano mayor deje de dirigirle la palabra. Todo parece indicar que estamos ante un nuevo caso de gente que no se entera donde vive, pero pretende disfrutar de todos los beneficios que se derivan de formar parte de la familia real británica.
En principio, uno no tendría nada en contra de que Meghan y Harry partieran peras con los Windsor, se fueran a vivir a los USA e hicieran de su capa (real) un sayo. El problema es que esos dos viven como Dios a costa del erario público británico y no dan un palo al agua para justificar el dinero que le cuestan al contribuyente. Se supone que han sido maltratados, pero viven en un casoplón de quince millones de dólares que no han obtenido precisamente con su trabajo. Ella no es muy buena actriz -se notó en la entrevista de Oprah, cuando acusaba de racismo a los Windsor y citaba, sin identificarlo, a alguien que había mostrado cierta preocupación por el nivel de negritud de su hijo, el pequeño Archie- y él no ha trabajado en su vida. En tal situación, si quieres seguir viviendo del cuento, lo mejor es llevarse bien con la yaya, poner la mano y estarse calladito, no sea que tus compatriotas se pregunten para qué les sirve tenerte viviendo como Dios en el nuevo mundo. En vez de eso, la actriz y el zanahorio se dedican a morder la mano que les echa de comer y a hacerse los independientes con todos los gastos pagados.
Es muy probable que la vida con los Windsor sea insoportable, pero Harry se la conoce desde pequeño y Meghan debería haber pensado donde se metía antes de casarse con él. Pero pretender lo mejor de ambos mundos --independencia total sufragada por la Corona-- es de una ingenuidad (o una estupidez) ofensiva.