Nicolás Maduro
El autobusero audaz
Nicolás Maduro (Caracas, 1962) ha dado esta semana un paso más hacia el desastre, hacia su conversión definitiva en paria internacional que no es consciente de la mala opinión que se tiene de él en el mundo civilizado. Lo ha hecho expulsando de esa Venezuela que dirige con mano de hierro (y cerebro de mosquito) a la embajadora de la Unión Europea, donde ya no se le tenía mucho aprecio por tirano y gañán y a la que ha obligado a tomar las justas represalias diplomáticas. Como tiene al ejército de su parte, al antiguo autobusero reciclado en caudillo le parece que puede hacer lo que se le antoje con su pueblo y con las potencias extranjeras (coincidiendo con la salida de pata de banco de la expulsión de la representante de la UE, la ha tomado un poco más con Juan Guaidó y la oposición en general, a la que ha aplicado una nueva sesión de su tradicional terapia de choque). Parece darle lo mismo que la población se le fugue a manadas, quizás porque se le sigue apareciendo su antecesor, el difunto Hugo Chávez, en forma de pajarico para susurrarle al oído que lo está haciendo muy bien. Tal vez el día en que haya que importar petróleo se dé cuenta de que no es ni un caudillo providencial ni el sucesor ideal de Chávez, quien, aunque también era un rato bestia, tenía más carisma y no concentraba a tanto inepto en el gobierno de la nación.
No negaré que empezar conduciendo un autobús en Caracas y acabar de presidente del país es una gesta que no está al alcance de cualquiera, aunque la receta que siguió Maduro para conseguirlo es de una sencillez aplastante: le bastó con convertirse en la sombra de Chávez, en su sicofante número uno, para escalar hasta lo más alto, donde, a este paso, se puede quedar hasta que las ranas críen pelo (o los militares se le reboten). Como político es desastroso y como ideólogo socialista, una broma de mal gusto que solo entiende Pablo Iglesias. Pero mientras los milicos le obedezcan --no se sabe si por lealtad o por dinero y prebendas--, el hombre va a estar haciendo como que dirige una potencia petrolífera hasta el día del juicio.
La comunidad internacional está teniendo mucha paciencia con Nicolás Maduro, aunque se le percibe justamente como un grano en el culo de la democracia y un tiranuelo de parodia. Pero yo de él no tensaría mucho la cuerda, ni con Europa ni con los Estados Unidos. Romper relaciones diplomáticas con la UE no es una iniciativa muy inteligente, pero, ¿acaso lo es alguna de las que salen de su prodigioso caletre o del de sus ejemplares ministros, ministrillos, subsecretarios y subsecretarillos? Maduro acabará cayendo y los que le aplaudían echarán pestes de él por haber convertido Venezuela en un erial, pero, de momento, ante una oposición desunida y una comunidad internacional con problemas más urgentes que resolver, aún puede hacerse el sueco unos años más. Sobre todo, si se esfuerza en pasar desapercibido --como hace en Nicaragua Daniel Ortega, del que ya ni se habla en la prensa-- y deja de dar la nota con numeritos como el de la expulsión de la representante de la UE en Venezuela.