Juan Carlos I
Los sablazos del emérito
Qué final más triste y más cutre está teniendo nuestro rey emérito. Hace unos días se celebró el 40 aniversario del fracaso del golpe de Estado del teniente coronel Tejero y su alegre pandilla, en el que interpretó un papel brillante que le concedió crédito moral durante años, y le pilló en Abu Dabi, aburriéndose como una seta en la mansión que ha pillado por allá. Se ahorró la actitud displicente de los de Podemos y la inasistencia de los nacionalistas, pero intuyo que no le debió hacer ninguna gracia perderse la conmemoración de su gran momento de gloria, cuando nadie pensaba que acabaría fugado cual hijo de pastelero gerundense, aunque sin necesidad de meterse en el maletero de un coche (¡todavía hay clases!), y convertido en un personaje molesto para el Gobierno español y su propio hijo, el rey Felipe VI.
El emérito ha vuelto a ser noticia esta semana por su pago a Hacienda de unos milloncejos de euros que había olvidado declarar en su momento y que, al parecer, había invertido en asuntos tan edificantes como viajes con su amante en aviones privados que ponía a su disposición su primo Álvaro de Orleans, quien últimamente ha tenido algunos problemillas con la justicia suiza por cuestiones de monises no muy claros. Ya había efectuado un pago anterior --por una cantidad mucho menor-- y da la impresión de que de esta manera pretende hacer las paces con sus antiguos siervos y conseguir así volver a casa por Navidad, como los turrones El Almendro, aunque tanto su heredero como el Gobierno parezcan preferir que se quede donde está o, ya puestos, que rinda un servicio definitivo a la patria diñándola a la mayor brevedad posible.
Aunque nunca he sido monárquico, a mí este final a lo tiranuelo sudamericano u africano me da un poco de pena, la verdad, aunque él mismo se lo haya buscado con su libido desatada y su exagerado amor al dinerito (¿qué hay de esas supuestas comisiones del AVE a La Meca, majestad?). A una edad avanzada, ensuciar una hoja de servicios bastante limpia de esta manera resulta decepcionante para los que fuimos sus súbditos y contraproducente para él y para la monarquía parlamentaria española. Para acabarlo de arreglar, la cosa adopta, además, un inesperado tono cómico al saberse que el emérito ha cumplido con sus obligaciones con Hacienda sableando a una serie de amigos y conocidos que podrían llegar a ser treinta o cuarenta. Cierto es que el arte del sable también lo practicaba su padre, don Juan de Borbón, cuando Franco lo tenía bebiendo ginebra en el casino de Estoril y quienes lo visitaban sabían que, en un momento u otro, el exiliado, que siempre andaba un poco tieso, iba a pasar la gorra. Pero ese precedente debe aportar escaso consuelo a alguien que tras haber sido (o interpretado el papel de) el salvador de la democracia, cada día recuerda más al marqués de Leguineche de La escopeta nacional, siempre escaso de pecunio y empeñado en vivir por encima de sus posibilidades.
Ay, querido emérito, de rey constitucional a sablista de altos vuelos. Quién te ha visto y quien te ve. Y qué pocas ganas tienen de verte la familia y los políticos de este país en el que ya no pintas nada y en el que no puedes ejercer ni de referente moral ni de florero ni de nada de nada. Y todo por tu mala cabeza, que parece mentira que tengas la edad que tienes, hombre de Dios.