Cómo jorobar a la madre patria
Nunca creí que llegaría a echar de menos los tiempos en que de Argentina solo nos llegaban personajes lamentables, pero inofensivos, como el (digamos) humorista Joe Rigoli o cantantes plastas como Alberto Cortez y Palito Ortega (de inenarrable crooner Marty Cossens solo me acuerdo yo, ¡den gracias al cielo!). Para compensar, también caían por aquí grandes muchachos como el grafista América Sánchez o el cantautor eléctrico (y ecléctico) Sergio Makaroff. Pero, de un tiempo a esta parte, de Argentina solo nos llegan pestes humanas del calibre de Gerardo Pisarello, la monja Caram o el peor de todos, Pablo Echenique, portavoz parlamentario de Podemos, cuya manera de agradecer a la madre patria --a la que llegó a la tierna edad de trece años, procedente de su Rosario natal, ciudad a la que vino al mundo en 1978-- consiste en ejercer de iluminado mayor del reino, de príncipe Stavrogin de pequeño formato, de grano en el culo de la imperfecta democracia española, la cual parece empeñado en llevarse por delante a los mandos de su silla de ruedas. En España encontró Echenique unos cuidados médicos de los que, al parecer, no gozaba en su país natal, y su forma de agradecérnoslo es haciéndonos la vida más desagradable de lo que ya es (para tener una minusvalía del 88%, su capacidad nociva es más que notable).
Como era de prever, Pablito, que no pierde oportunidad de meter la pata hasta el fondo, ha tenido que opinar sobre el caso Hasél, tomando partido, evidentemente, por esos energúmenos a los que él considera antifascistas y que son tan necios, cutres y dañinos como los fachas de toda la vida. Si su jefe, el bolchevique de la mansión en Galapagar, parece decidido a dinamitar el estado desde dentro, Echenique cumple a la perfección su papel de secuaz malévolo siempre dispuesto a hacer méritos ante su amo. Si Iglesias dice que España es una democracia que da grima, Echenique convierte en héroes del progresismo a una pandilla de desocupados con capucha que no tienen nada mejor que quemar contenedores, destrozar escaparates y tratar de descerebrar con adoquines a los polis para hacer tiempo hasta la hora de cenar de gorra en casa de papá y mamá.
Siempre he sostenido que la obligación de un extranjero no es integrarse en la sociedad que lo acoge, sino no molestar, no contribuir a empeorarla, pero a eso se dedica Echenique con un entusiasmo digno de mejor causa. Es tal su mala baba que acabas riéndote de chistes a su costa que, aplicados a una persona decente, te parecerían abyectos y despreciables. Me pasó con el siguiente comentario colgado en Facebook: “Por la noche, ¿a Echenique lo meten en la camita o le echan un trapo por encima, como al periquito?”