Diego Armando Maradona
La piltrafa cósmica
Aunque hace años que no la practico y nunca me la tomé del todo en serio, no tengo nada en contra de la autodestrucción. Muchos de mis ídolos --de Scott Fitzgerald a Shane MacGowan-- la han cultivado a conciencia, llegando al final de sus vidas convertidos en genuinas piltrafas. Lo que ocurre en este tema de las piltrafas es que cada uno tiene las suyas, y las de los demás no pueden interesarle menos. Las mías se concentran siempre en el sector cultural, uno es como es. Por eso, cuando revienta a pulso algún referente, lo siento mucho, releo alguno de sus libros o escucho uno de sus discos o vuelvo a ver alguna de sus películas y ahí termina todo. No se me ocurre echarme a la calle a rasgarme las vestiduras y a berrear que no voy a saber qué hacer con lo que me queda de vida en ausencia del ser admirado. Por eso no llevo muy bien que me impongan la pena por piltrafas que nunca gozaron de mi interés, que es precisamente lo que ahora me sucede con Diego Armando Maradona.
Supongo que si me gustara el fútbol podría sentirme concernido por el trabajado deceso del Pelusa, pero no es el caso porque el balompié siempre me ha provocado un aburrimiento letal y, además, el difunto no me interesaba ni como friki. Que Andrés Calamaro le dedicara una canción tampoco contribuyó a hacérmelo más simpático. Y la adoración general de la que disfrutaba siempre me resultó ligeramente incomprensible. Sí, ya lo sé, jugaba al fútbol de maravilla, pero aparte de eso, nunca encontré en él nada digno de admiración: se hizo rico, pero no aprendió nada y siguió siendo el mismo analfabestia de siempre; políticamente, era un idiota moral que lucía un tatuaje con el careto de Fidel Castro y que tomaba partido por tiranuelos como Chávez y Maduro o se declaraba peronista; todos sabíamos que trataba a las mujeres a patadas y que se le iba la mano con ellas con cierta frecuencia; populista de sí mismo, su gran logro fue conservar el amor y la admiración de sus fieles pese a no darles ningún motivo para ello, más allá de su brillante carrera en las canchas.
En la hora de su muerte, nadie ha tenido una mala palabra para él. Ni las feministas han abierto la boca. La Brigada Ceaucescu, siempre dispuesta a poner a caer de un burro al pulcro Rafael Nadal, se ha deshecho en elogios al difunto. Sus compatriotas, que tienen el país hecho unos zorros desde hace décadas --gracias, en gran parte, a esos peronistas que tanto le gustaban al Diego--, han montado un espectáculo bochornoso en su funeral que ha dado una imagen lamentable de la Argentina. Pero el concepto que más se ha repetido ha sido la felicidad que Maradona había traído a mucha gente: como no entiendo que los goles puedan traer la felicidad, me quedo pasmado ante este concepto. Parece que no hablemos de la misma persona: donde yo veo a un zoquete con un don en los pinreles, todo el mundo ve a un semidiós (o a Dios, directamente). Una vez más --ya estoy acostumbrado--, el mundo va por un lado y yo por otro. Pero a mí que me dejen con mis piltrafas, que no estoy para llorar a las de los demás. Cuando reviente el pobre Shane, lo sentiré mucho, escucharé de nuevo Fairytale of New York, lo comentaré con los amigos y recordaré que me hizo feliz a ratos con sus canciones (y mi whisky), pero no pienso trasladarme a Dublín para el funeral --que me temo que no será de estado-- ni prorrumpiré en un llanto histérico. Yo no le impongo mis piltrafas a nadie.