No me cabe duda de que Xavi Hernández es un profesional honesto, con un conocimiento profundo del fútbol que se ha practicado en el Barça durante la mayor parte de lo que llevamos de siglo. Como jugador, hizo uso de un instinto competitivo muy por encima de lo común para sublimar un estilo de juego basado en los pases, la movilidad, el tempo y la lectura de los espacios en el campo. Era al pasar por sus botas cuando el boceto del Barça que entrenadores como Guardiola, Vilanova o Luis Enrique dibujaban en una pizarra bidimensional se llenaba de contornos y profundidad. El credo que lo condujo a levantar una nómina colosal de títulos vestido de corto se nutrió de una serie de conceptos de referencia (posición, pulcritud, trabajo, excelencia) que ahora, como técnico, Xavi reproduce en sala de prensa.
El problema es que en las actuaciones de su equipo apenas si se reconoce ya un desvaído eco de tan engolado argumentario. Detenerse a analizar cómo, además, el discurso del egarense ante los medios se ha ido volviendo cada vez más simplista y maniqueo seguramente sea un ejercicio de futilidad. Pero evaluar lo que ha sucedido sobre el campo en los primeros meses de esta temporada no es asunto baladí. Pese a las promesas de I+D+I hechas por su entrenador al principio de su segunda campaña completa en el banquillo azulgrana, el juego del Barcelona actual solo puede definirse como taciturno, anticuado y bizcochón.
Casi cualquier equipo, en España y en Europa, le impone sus términos con suma facilidad, sin importar qué variante de juego o alineación presente. Y la mayoría de sus mejores futbolistas rinden muy por debajo de un nivel que justifique su salario y jerarquía. No solo se echan en falta los necesarios automatismos entre ellos, sino que además en un número alarmante de acciones por encuentro se hace patente la desconfianza de los unos en los otros. Muchos desmarques de ruptura son obviados por centrales e interiores, que prefieren retener el balón a intentar el envío, y otros tantos pases al hueco acaban en los pies del rival porque el receptor perdió la fe y frenó o cambió de dirección a media carrera.
En consecuencia, el Barça ya no saca resultados ni con fórceps. Y su afición empieza a temerse lo peor: esto es, que Xavi acabará la temporada, quién sabe si el año, destituido y cambiando la categoría de estandarte por la de espantapájaros. Desde luego sería un desenlace traumático, y no es extraño que un sector importante de la culerada se encerrile en señalar como tóxicos y botiflers a quienes empezamos no solo a mirar la Luna en lugar del dedo sino a describir todas las semanas su desalentadora y ruinosa geografía.
Personalmente, encuentro que una teoría poco explorada es que a lo mejor el lugar donde aprendió el oficio de dirigir a grupos de jugadores y sacar de ellos el máximo rendimiento, la liga qatarí, la Academia Aspire, sus luces de colores para entrenar los pases, su aire acondicionado a todo meter y el campeonísimo Al Sadd, en realidad era todo una reverendísima mierda para niños pijos con pocas ganas de medrar en el fútbol de patadón y tentetieso. Es decir, que Xavi se fue a veranear unos cuantos años al desierto porque en el fondo sabía que, hiciera lo que hiciera, más tarde o más temprano le llegaría el turno de dirigir la empresa de papá. Y no solo por derecho de herencia, sino por aclamación popular. Eso explicaría muchas cosas, pero sobre todo por qué este Barça pincha en un partido de cada dos, va cuarto en Liga y aún no ha pasado matemáticamente a octavos de la Champions en uno de los grupos más prosaicos de su historia.
P. D.: Nos vemos en X: @juanblaugrana