Los porteros de fútbol están hechos de otra pasta. La suya no es una profesión fácil, y mucho menos si de lo que se trata es de defender la meta del Barça. Ante tal exposición, hay más riesgo de quedar en evidencia a perpetuidad por un error puntual que opciones de salir a hombros del campo tras una tarde magistral. Pero, a veces, las paradas tienen recompensa… incluso en forma de poema. Bien lo saben dos de los cancerberos de la historia culé.
Corría el año 1916 cuando una publicación vizcaína le dedicó unos versos al portero del Barça Lluís Brú Masipó. El equipo azulgrana, en contienda amistosa, había barrido a los leones del Athletic por 4-0 en un frío día de octubre. En aquella fecha, una vez más, el cancerbero catalán se agigantó y repelió y atajó cuantos balones llegaban a sus dominios, para desesperación de los vascos. La prensa se lo reconoció con estas palabras:
Al mismísimo san Pedro / le puede llamar de tú / en funciones de portero / el catalán Lluís Brú.
Se da la circunstancia que, años más tarde, y con motivo de otro partido entre el Barça y un equipo vasco –en este caso, la Real Sociedad–, otro portero azulgrana, el húngaro Franz Platko, recibió como obsequio una oda de Rafael Alberti que La Voz de Cantabria publicó en primera plana del día 27 de mayo.
Fue en 1928, en Santander, durante la final de la Copa, disputada entre blaugranas y txuri-urdines. Se necesitaron tres partidos para determinar al campeón. Pero Platko cautivó a Alberti en el primero de ellos, en el que quedó herido y regresó al campo con un aparatoso vendaje en la cabeza para seguir deteniendo balones. Esto le inspiró:
Ni el mar,
que frente a ti saltaba sin poder defenderte.
Ni la lluvia. Ni el viento, que era el que más rugía.
Ni el mar, ni el viento, Platko,
rubio Platko de sangre,
guardameta en el polvo,
pararrayos.
No nadie, nadie, nadie.
Camisetas azules y blancas, sobre el aire.
Camisetas reales,
contrarias, contra ti, volando y arrastrándote.
Platko, Platko lejano,
rubio Platko tronchado,
tigre ardiente en la yerba de otro país.
¡Tú, llave, Platko, tu llave rota,
llave áurea caída ante el pórtico áureo!
No nadie, nadie, nadie,
nadie se olvida, Platko.
Volvió su espalda al cielo.
Camisetas azules y granas flamearon,
apagadas sin viento.
El mar, vueltos los ojos,
se tumbó y nada dijo.
Sangrando en los ojales,
sangrando por ti, Platko,
por ti, sangre de Hungría,
sin tu sangre, tu impulso, tu parada, tu salto
temieron las insignias.
No nadie, Platko, nadie,
nadie se olvida.
Fue la vuelta del mar.
Fueron diez rápidas banderas
incendiadas sin freno.
Fue la vuelta del viento.
La vuelta al corazón de la esperanza.
Fue tu vuelta.
Azul heróico y grana,
mando el aire en las venas.
Alas, alas celestes y blancas,
rotas alas, combatidas, sin plumas,
escalaron la yerba.
Y el aire tuvo piernas,
tronco, brazos, cabeza.
¡Y todo por ti, Platko,
rubio Platko de Hungría!
Y en tu honor, por tu vuelta,
porque volviste el pulso perdido a la pelea,
en el arco contrario al viento abrió una brecha.
Nadie, nadie se olvida.
El cielo, el mar, la lluvia lo recuerdan.
Las insignias.
Las doradas insignias, flores de los ojales,
cerradas, por ti abiertas.
No nadie, nadie, nadie,
nadie se olvida, Platko.
Ni el final: tu salida,
oso rubio de sangre,
desmayada bandera en hombros por el campo.
¡Oh, Platko, Platko, Platko
tú, tan lejos de Hungría!
¿Qué mar hubiera sido capaz de no llorarte?
Nadie, nadie se olvida,
no, nadie, nadie, nadie.