Una de las escenas más memorables y recordadas de Apocalypse Now, la gran epopeya bélica de Francis Ford Coppola, es el discurso del coronel Kilgore, interpretado por un magnífico Robert Duvall, a pecho descubierto, con bombas de mortero estallando a pocos metros y balas rozando a unos centímetros, en el que intenta aleccionar a sus soldados, que no tienen muy claro si esas son las mejores condiciones para practicar surf. Kilgore, en cuclillas, espera la llegada de los aviones que arrojen el napalm suficiente para arrasar toda la zona. Cuando se produce el ataque aéreo y el terreno queda totalmente incendiado, el coronel inicia su discurso: "¿Hueles eso? Lo hueles, ¿verdad? Es napalm. Nada del mundo huele como eso. Me gusta el olor del napalm por la mañana. Una vez durante doce horas bombardeamos una colina y al acabar subimos. No encontramos un cadáver de esos amarillos de mierda ¡Qué pestazo, el de la gasolina quemada!. Aquella colina olía a... ¡Victoria!".
A Hansi Flick no le ha hecho falta subir a ninguna montaña ni arrasar con el terreno para dejar el mismo olor en su equipo. Y no nos estamos refiriendo al desagradable hedor del napalm, sino al delicioso perfume de la victoria, aquel que emana de los equipos nacidos para la leyenda. El técnico alemán conoce perfectamente esta fragancia: hace un lustro convirtió al Bayern de Múnich en una máquina perfecta, capaz de conquistar un sextete de forma incontestable. El FC Barcelona, lamentablemente, fue una de las víctimas de la apisonadora alemana: el equipo entrenado por aquel entonces por el vaquero Quique Setién, recibió una de las mayores humillaciones en Europa (2-8). El olor a triunfo contra el hedor a podredumbre.
El olor que desprende el equipo de Flick es el mismo que destilaba, en su primer año, el de Pep Guardiola y Luis Enrique: los mismos matices, la misma potencia y una fragancia muy similar. Evidentemente, la composición es muy diferente, pero el aroma despierta los mismos sentidos y sentimientos. El primero, y más importante, es el orgullo del aficionado por su equipo, algo que se había ido diluyendo con los pasos de los años, hasta quedar agazapado en un rincón oscuro.
Los Yamal, Cubarsí, Raphinha, Pedri, Íñigo, Balde, Casadó, Lewandowski y compañía han hecho el milagro de hacer recuperar la fe a las ovejas perdidas y descarriadas del rebaño. Pocos hay, a estas alturas, que no sean fieles creyentes del este Barça, que no pregonen sus cualidades a los cuatro vientos, que no profeticen éxitos, que no dogmaticen sobre un equipo que está llamado a convertirse en leyenda.
Flick es ahora mismo el Kilgore del Barça. Un técnico que conoce muy bien el olor a la victoria, que ha subido las colinas más difíciles y ha salido triunfador, que cuenta con una guardia pretoriana fiel hasta la médula, que ha convertido a su equipo en una bomba de napalm, donde el olor a victoria se confunde con el del sudor y el esfuerzo. El técnico alemán no necesita ir a pecho descubierto, ni soltar cuatro bravatas incendiarias, más propias de un sociópata, para haber transformado el FC Barcelona en una arma de disuasión perfecta, que produce temor y respeto allá donde va.