Rubiales no se va, aunque es posible que termine inhabilitado por el beso a Jenni Hermoso. Aunque, en esta historia, al final, el beso es lo de menos. Su actitud en el palco y en la entrega de medallas a las campeonas del mundo fue bochornosa, y el “piquito” fue la guinda de ese pastel. Dice que la jugadora besada le dio permiso para ello –“vale”–, y eso solo lo saben ellos dos. Pero, insisto, es lo de menos visto el desarrollo de los acontecimientos.
Tras el beso empezó lo más bochornoso. Llegaron las presiones a la jugadora y a su entorno para que disculpara en público a Rubiales. Se negó. Acto seguido se filtraron unas supuestas declaraciones de Hermoso –que nunca dijo, sino que fueron escritas por la misma federación– en las que le quitaba hierro al asunto. Terminó el episodio con unas disculpas del presidente de la RFEF en el viaje de regreso de Sídney en las que decía cosas como que “seguramente” se había equivocado, que no hubo “mala fe” por “ninguna de las dos partes” y que pedía perdón por si alguien se había sentido ofendido. Delirante.
A todo esto, Jenni Hermoso dejó su defensa en manos del sindicato FUTPRO, que emitió un comunicado en el que se pedían “medidas ejemplares” contra Rubiales, hacía un llamamiento a la “igualdad” y mencionaba conceptos como “acoso”, “abuso sexual”, “machismo” y “sexismo”. Pero, a decir verdad, no había referencia alguna al beso. Era todo más amplio y ambiguo, si bien el mensaje quedó claro: ese “piquito” nunca debió producirse, por más que el presidente de la RFEF diga que fue “consentido”. ¿O quería decir “con sentido”?
En resumidas cuentas, la gestión de este caso ha sido desastrosa, esperpéntica, y solo por ello Rubiales debería, por lo menos, reflexionar, dar un paso al lado y defenderse donde considere que debe hacerlo. Su mensaje reaccionario, en el que se autoproclama víctima de ese beso, solo ha ensuciado más el nombre de la RFEF.