Álvaro Cortina

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Creación

Álvaro Cortina celebra a Ortega Muñoz y a Frazetta

Los gustos de Álvaro Cortina, tan particulares, tan amplios y dispares como sus dichos, sus ensayos y sus novelas, nunca dejan de sorprenderme

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Cuando el tren pasa por Castilla y veo desde la ventanilla esos campos sin un solo árbol y como retales de un interminable tejido de sembrados amarillos, ocres, verdes, siempre me viene la sugerencia de las obras plásticas de los pintores abstractos: allí, en esos paisajes pelados, bajo el inmenso cielo, veo la inspiración de tantas obras maestras del arte contemporáneo.

También la veía Godofredo Ortega Muñoz (San Vicente de Alcántara 1899-1982), paisajista fundador, junto a Benjamín Palencia, de la llamada “Escuela de Vallecas”, que postulaba una pintura figurativa delicada, sobria, sencilla, pura, que trascendiese la terrenalidad hacia un nivel del espíritu inefable. Con perdón si suena cursi esta última frase, no sé hacerlo mejor.

Ortega Muñoz durante los años veinte del pasado siglo estuvo en el París de las vanguardias y del surrealismo; aquello no debió de convencerlo demasiado, pero algo, alguna inspiración dejó dentro de él, que luego se dedicó durante largos años al peregrinaje por Suiza, Italia, Alemania, los Balcanes, etcétera. Después de la Guerra Civil regresó a España, se asentó en su extremeño pueblo natal y se dedicó a este paisajismo depurado, emocionante, que le dio fama. Fue reconocido y condecorado. Poco más sé de él.

Un paisaje de Godofredo Ortega Muñoz

Un paisaje de Godofredo Ortega Muñoz

El otro día, yendo con el gran escritor y profesor Álvaro Cortina a Segovia, con el propósito –logrado— de contemplar en un majestuoso y severo monasterio jerónimo de las afueras de la ciudad un retablo del gótico flamígero recién restaurado, le pregunté qué obra maestra del arte moderno se llevaría a casa. Y me respondió: “Cualquier paisaje de Godofredo Ortega Muñoz”. Yo le pregunté: “¿Por qué?”. Él me respondió: “No sé. Pero, ¿a que son bonitos?” Sí que lo son. Apelan a cosas esenciales y bellas.

Pero me extrañó ese gusto en Cortina, que es un novelista rompedor (ya elogié aquí en su momento su novela Garravento y sus otros libros, todos insólitos, todos traspasados por una cultura prodigiosa y por un sentido del humor encantador). En un sujeto tan… digamos lateral, original y transgresor, la adhesión a la escuela de Vallecas me parecía por lo menos curiosa.

Para mi estupor, y confirmando el eclecticismo de sus gustos, a caballo entre la filosofía, la alta cultura y la cultura de masas o subcultura, Cortina dijo a continuación: “O si no, cualquier buen dibujo de Frank Frazetta, con tal de que salga un dragón”. Es que le encantan las películas de serie “B”, cosas así…

Un dibujo de Frank Frazetta

Un dibujo de Frank Frazetta

¡Frank Frazetta! ¡Frank Frazetta! Me había olvidado completamente de este dibujante e ilustrador que con su elegante estilo redefinió el género de la “espada y brujería”.

Recuerdo que cuando yo trabajaba en la editorial Norma, que publicaba la revista Cimoc (título tontorrón: significa “cómic”, al revés), estábamos incómodos porque la competencia, el 1984 de Josep Toutain, tenía contratados a los mejores dibujantes del género fantástico y de ciencia ficción, que eran sin discusión el atmosférico, dinámico Frazetta (Nueva York, 1928-2010), y Richard Corben, de mente y estilo mucho más vulgares pero sin duda efectivo, y que gozaba como aquel del gusto de los lectores de tebeos (menos exigentes).

Para competir con ese tándem imbatible, no sé si el editor Rafa Martínez o el director editorial Joan Navarro, de los que hablé aquí recientemente a propósito de un aniversario de la ya mítica revista Cairo, encontraron a un pintor llamado Vicente Segrelles (Barcelona, 1940) que se pasó al cómic y se inventó a un personaje llamado El Mercenario: un noble guerrero vestido con casco y con media armadura que cabalgaba a lomos de un dragón volador y rescataba a princesas jamonas y medio desnudas de las garras de otros dragones y otros guerreros y magos, estos malísimos.

La luminosidad de sus estupendas viñetas, pintadas si no recuerdo mal al óleo –lo que hacía que su producción fuese muy matizada y sutil, pero también muy lenta–, su estilo, un tanto hierático, pero altamente efectivo, nos permitió competir contra Frazetta y Corben de una manera muy digna. ¡Bien por el maestro Segrelles!

Pero de los tres que he mencionado, aunque este fuese el mejor pintor, probablemente Frazetta fuese el más poético.

En fin, los gustos de Álvaro Cortina, tan particulares, tan amplios y dispares como sus dichos, sus ensayos y sus novelas, nunca dejan de sorprenderme, y créanme que ahora ya sorprenderme no es cosa tan fácil como tiempo atrás.