La fotoperiodista Sandra Balsells

La fotoperiodista Sandra Balsells Yolanda Cardo

Creación

Balsells: “Hay un rechazo a la fotografía dura, a la situación violenta, que es lo que desafortunadamente envuelve el mundo”

Con una dilatada trayectoria a sus espaldas en zonas de conflicto y muy implicada en proyectos sociales, la fotógrafa y periodista ingresará en octubre en la Real Academia Catalana de Bellas Artes de Sant Jordi

Será la primera vez que la fotografía entra en la histórica entidad

Contenido relacionado: María del Mar Serrano: "Cuando sepas que te vas a mudar, contacta con una buena empresa"

Publicada

La trayectoria de Sandra Balsells (Barcelona, 1966) ha transcurrido entre territorios conflictivos tanto físicos como emocionales. No se limita solo a documentar esos lugares, sino que regresa a ellos una y otra vez, en un intento, casi obsesivo, de no quedarse en la superficie de lo episódico, de ir más allá de esa efímera realidad.

Sabe que la vida de sus protagonistas no siempre se detiene en ese instante, aunque sea así demasiadas veces. Es su forma de entender el oficio. Estableciendo vínculos inquebrantables con los escenarios donde ocurren las tragedias, con las personas que las padecen.

Los Balcanes: el origen

Su primer gran trabajo, y quizá el que más le marcó, fue en los Balcanes, donde documentó entre 1991 y 2001 los acontecimientos más significativos de las sucesivas guerras de la antigua Yugoslavia. El libro Balkan in memoriam, editado por Blume, recoge aquella convulsa década.

Después vinieron otros reportajes en Palestina, Israel, Rumanía, México, Cuba, Mozambique, Canadá y Haití; se involucró en numerosos proyectos: más libros, documentales, comisariados, exposiciones; y desde 1995 compagina el fotoperiodismo con la docencia en la Universidad Ramon Llull.

La sugerencia paterna

Cuenta a Crónica Global que tuvo la suerte de conocer su vocación desde muy jovencita y que eso le facilitó mucho la vida. “Cuando empecé periodismo, mi padre me sugirió estudiar fotografía porque a él siempre le había gustado mucho la imagen”. Dicho y hecho. Se matriculó en el Institut d'Estudis Fotogràfics de Catalunya para hacer un curso de un año, pero dice que la enganchó tanto que se quedó cinco.

Cuando acabó la carrera, en 1989, se trasladó a Londres “para salir del nido familiar, independizarse y ver mundo”. Se apuntó a un posgrado en fotoperiodismo en el London College of Printing y ahí sí que fue la revelación.

Comenzó a trabajar en Londres como fotoperiodista.

Sí, de hecho, empecé las colaboraciones gracias a las prácticas. Debo decir que me cambiaron la vida. Mientras estudiaba hice dos periodos, uno en The Times y otro en The Guardian, y con The Times me quedé haciendo pequeñas colaboraciones. Coincidió en el tiempo con el proceso de desintegración de la antigua Yugoslavia, en junio del 91. Por aquel entonces, tenía muy buena relación con el editor gráfico y le propuse irme allí como colaboradora. Me dijo que sí y al cabo de dos días mi compañero, que había hecho la misma propuesta a The Guardian, y yo cogimos el coche y cruzamos toda Europa para llegar allí.

¿Cómo recuerda aquella primera experiencia en una zona de conflicto?
Fue un poco sorpresiva porque nuestra propuesta era ir a cubrir el proceso de desintegración, pero no podíamos prever que, de repente, todo el país se desintegrara de una forma tan violenta como lo hizo. Y ahí nos pilló la guerra de Croacia que empezamos a documentar, en mi caso, de una forma muy improvisada, muy amateur, porque yo no tenía experiencia; mi compañero, sí.
Sandra Balsells, durante la entrevista

Sandra Balsells, durante la entrevista Yolanda Cardo

Debió de ser durísimo.
Muy duro porque creo que no estaba preparada para documentar aquello ni para ser testigo de lo que estaba pasando. De repente, ver las consecuencias de una guerra en vivo y en directo en una población muy similar a la nuestra, con la que te podías identificar porque era en el corazón de Europa, lo viví con mucho dolor. Pero también fue una experiencia muy excitante porque, de repente, estaba ejerciendo el fotoperiodismo, que era mi vocación, profesionalmente para un medio de comunicación que esperaba tus imágenes, un apoyo que a mí me daba seguridad.
Le cambió la vida.
Totalmente. Fíjate cómo es el azar. Hay un hecho histórico, en este caso la desintegración de Yugoslavia, te vas allí y te quedas vinculada para siempre a esa realidad, a ese espacio geográfico.
Croacia, Bosnia y Herzegovina, Israel, Palestina, ¿alguna vivencia le ha marcado especialmente?

Hay muchas. Creo que cada viaje, cada reportaje, ha tenido su particular peaje de dolor. Bien porque a mí me afecta mucho, bien porque la situación que estaba documentando era muy trágica. Pero creo que las situaciones más duras, las que recuerdo con más dolor, sin duda, las he vivido en los Balcanes por circunstancias, a veces, muy particulares. Y es que estás documentando tragedias que no sabes cómo acabarán. 

Yo siempre pongo el caso de Amra, una chica de 19 años en la guerra de Bosnia, que documenté en un subterráneo habilitado como hospital. Es una foto, estéticamente muy bonita, de ella en la cama con el impacto de la metralla en el cuerpo. Y lo más angustioso fue dejar de hacer fotos, irme y no saber, durante muchos años, qué había pasado con ella, si había sobrevivido o no. De ahí la obsesión que empecé a tener, a principios del nuevo milenio, de regresar ya en tiempos de paz e intentar localizar a los protagonistas de mis fotos para saber qué había pasado. 

Ahora, con todo lo que está pasando en Gaza, no puedo dejar de rememorar el tiempo que estuve allí trabajando a mediados de los 90. Porque cuando conoces un territorio, lo has pisado, has vivido ahí, has conocido a su gente, establecido vínculos y de repente ves lo que ocurre e imaginas lo que están siendo de sus vidas, es como una especie de dolor anímico que llevo dentro cada día.

Resulta desgarrador hasta para los que no hemos vivido 'in situ' esa experiencia.
Pues imagínate cuando conoces el territorio. De hecho, en los últimos tiempos, estoy repasando mi material de Gaza con la misma obsesión que te explicaba antes. De preguntarme: ¿podré regresar un día y tratar de localizar a la gente que tanto me ayudó, que fue tan generosa conmigo, que permitió que la retratase y saber qué ha pasado?
Supongo que presenciar los que probablemente sean los momentos más difíciles de la gente genera un vínculo especial.

Yo siempre digo que la fotografía se obtiene en una milésima de segundo, que es el tiempo que el obturador está abierto. Pero el público no conoce los momentos previos ni los posteriores. Para llegar a ese instante culminante de la foto has tenido que interactuar con la gente, eso no se ve muchas veces y es ahí cuando se crea el vínculo

No siempre es posible. En escenas como la que explicaba de Amra no hay capacidad de interactuar porque esta mujer estaba al borde de la agonía, pero en muchas otras ocasiones, sí. Los ejemplos que te ponía de Gaza, o un trabajo que también me marcó mucho que hice en Haití para una ONG sobre la lamentable situación sanitaria. Y eso que yo fotografié a los privilegiados que tenían acceso a un hospital. Allí establecí un vínculo con un niño con cáncer de piel, que en un hospital del primer mundo se habría salvado, y al cabo de tres o cuatro semanas me enteré de que había fallecido. Claro, no fue solo hacer fotos, fue presentarme, hablar con él sobre cómo se sentía, su situación, su familia… Sin embargo, por otro lado, creo que esto es el gran plus que nos da el fotoperiodismo, y es que te puedes meter en esas vidas que no son tuyas gracias al oficio, gracias a la cámara.

¿Hay que estar hecho de una pasta especial?
No lo sé. Alguna particularidad debemos tener, pero la misma que debe tener, por ejemplo, un cirujano o tantos otros profesionales. Creo que esa pasta especial a la que te refieres es simplemente vocación. Tienes que creer mucho en lo que haces, sentirlo mucho y, sobre todo, emocionarte mucho en las coberturas.
Sandra Balsells

Sandra Balsells Yolanda Cardo

¿Cree que las mujeres somos más empáticas o no es una cuestión de género?

No lo sé. Pero creo que, en general, sí, tenemos un acceso más fácil. Es decir, puede haber un plus de empatía porque hay una forma de comunicarte creo que diferente, más amable. Estoy generalizando. Tengo compañeros varones que funcionan igual de bien. Por tanto, creo que la empatía es imprescindible. Pero también hay que tener una grandísima capacidad de adaptación al entorno, porque puedes estar hoy en un campo de refugiados y pasado mañana en una sesión de fotos con un primer ministro.

También hay que ser muy discreto. Para mí la discreción es básica en la vida en general, pero, sobre todo, cuando trabajas con una herramienta, a priori, un poco agresiva como una cámara que se interpone entre el otro y tú. Si te aproximas respetuosa y discretamente, lo facilita mucho. Luego, claro, hay que tener un dominio técnico del lenguaje, ser rápido, tener fortaleza física. Hay una serie de requisitos importantes.

¿Le ha condicionado el hecho de ser mujer?
No coincido con el discurso general sobre las mujeres, pero hablo por mi experiencia. En mi caso, ser mujer pienso que ha sido una ventaja porque siempre me he movido en mundos muy masculinos. La guerra es básicamente de hombres, de soldados, de hombres periodistas. Yo nunca tuve ningún referente femenino de fotógrafas o periodistas. Pero ahí estaba yo, haciendo el mismo trabajo que ellos. ¿Qué pasaba? En ese entorno tan masculino la presencia de una mujer les despierta una especie de instinto protector que a mí me ha ayudado en cosas muy sencillas, pero útiles, como que si sobraba una plaza en un coche me la ofrecían a mí; o que para pasar los checkpoints en zonas de guerra siempre conducía yo porque es una vía de acceso más amable con los interlocutores “machos”, soldados con los que te vas a encontrar. Eso no quita que el mundo de la fotografía, como tantos otros, haya silenciado a muchas mujeres. Afortunadamente, las cosas van mejorando.
¿Tiene muchas alumnas en sus clases?
Sí. Mira, después de la pandemia, me encargaron comisariar una exposición sobre el concepto de la ira. Un concepto riquísimo a nivel de imagen. Aproveché para hacer un homenaje a mis exalumnos, y lo hice paritario, diez hombres, diez mujeres, y no me costó encontrar mujeres valiosísimas.
Sin duda las hay, pero, en general, son más discretas, con menos ego.
Total. Coincido contigo y lo he hablado con muchas compañeras fotógrafas que también han dado clase en la universidad. Comentaban que un hombre lo primero que hace es hablar de sí mismo, de su obra. Yo hablo de mi obra en las masterclasses, pero en las normales, no. Puedo explicar anécdotas puntuales, pero no te regodeas. Somos mucho más discretas, pudorosas y hay mucho del “síndrome del impostor” que nos acompaña.
Comisariados, libros, exposiciones… ¿En qué está trabajando ahora?

Mi profesión se sustenta en cuatro patas. La docencia, la producción de reportajes, luego todo lo que has comentado de comisariados, etcétera, y luego hay una muy importante en los últimos años que es la venta de obra. Hace dos décadas, como fotoperiodista, era impensable entrar en el mundo del arte. Poder vender obra, en el caso de Barcelona, al MACBA, el MNAC y colecciones privadas, hace que esa mesa esté más equilibrada. 

¿En qué estoy ahora? Acabamos de concluir un proyecto sobre la cárcel de Wad-Ras. Desde hace 20 años codirijo, junto a Gervasio Sánchez, el seminario de fotografía de Albarracín, que es un trabajo a lo largo de todo el año. También estoy trabajando en el discurso que pronunciaré el próximo 15 de octubre en la Real Academia Catalana de Bellas Artes de Sant Jordi. Es algo muy serio porque será la primera vez que la fotografía entre en la institución. Y además estoy con un proyecto, que me haría mucha ilusión que saliera adelante, que es regresar de nuevo a los Balcanes para hacer una segunda parte de Retratos del alma, el documental que hice hace 20 años en el que fui a buscar a seis protagonistas de mis fotos.
También colabora con la Fundación Setba en proyectos que empoderan colectivos vulnerables.

Sí, la verdad es que es muy enriquecedor porque son propuestas muy interesantes. Trabajan con colectivos vulnerables, mujeres, básicamente. En 2018 empecé un primer proyecto sobre violencia de género. Me pusieron en contacto con una de las participantes de los talleres de fotografía. Ella había padecido nueve años de violencia de género y en un ingreso hospitalario en el Vall d’Hebron decidió salir de ese infierno. Fue un proyecto muy difícil porque ¿cómo documentas la violencia cuando ya no está presente? Tuve una idea que me ayudó mucho y es que Bibi, así se llama esta mujer valiente, me compartió selfis que se había hecho en este último ingreso, con todo el cuerpo magullado, la cara deformada… Le pedí permiso para ampliar esas imágenes a tamaño real y hacerle un retrato que representase el antes y el ahora. Es un retrato con una dignidad brutal sosteniendo esa foto de ella agredida. Dio sentido a todo el trabajo. 

El segundo lo hice en Wad-Ras. Documentaba el backstage de los cursos de fotografía y les propuse hacer un seguimiento de algunas internas que me habían impresionado mucho. Finalmente, decidimos hacer una historia sobre tres hermanas internas, todas en Wad-Ras (...) Fue muy intenso, muy bonito y esto es el libro, Wad-Ras. Mujeres Invisibles.
¿Cree que la fotografía sigue teniendo el poder de hacernos reflexionar?

Yo aquí distinguiría dos cosas. Creo que el poder de la imagen está ahí, otra cosa es cómo el público es afectado por esas imágenes poderosas. En este segundo aspecto sí creo que hemos perdido impacto porque la sobreproducción de imágenes nos tiene saturados. Hay una mirada esquiva a la realidad porque es incómoda. Yo lo veo en mi entorno, en mis estudiantes, incluso como un cansancio. Estamos viendo imágenes en vivo y en directo de Gaza y continuamos, en cierto modo, impasibles. Pero no es un problema de la imagen, sino de cómo se comporta la sociedad.

Nos hemos vuelto más egoístas, más conservadores. Vivimos en una sociedad tan cómoda que lo percibimos casi como una amenaza. El resultado es la desafección.

Tal cual. Eso provoca esta pasividad y falta de sensibilidad. Es como que son cosas que no nos afectan, nos quedan lejos. Pero has mencionado un concepto para mí básico que afecta de pleno al mundo de la imagen, el conservadurismo. Cada vez somos más conservadores. Hay un rechazo a la fotografía dura, a la situación violenta, que es lo que desafortunadamente envuelve el mundo. 

Creo que hubo un importante punto de inflexión en nuestro país durante el Covid. Recuerdo que llevábamos 10.000 muertos y no habíamos visto ni una sola fotografía de una víctima mortal de la pandemia. Eso es mal periodismo. Cuando se publicó la primera, una portada en El Mundo, se montó un debate en la sociedad tremendo diciendo, con un cinismo alucinante, ¿y el derecho a la intimidad de la víctima? Era una foto respetuosa, ¿y el derecho a la información? Llevamos 10.000 muertes, señoras y señores, y no las hemos visto. Hay un rechazo a la foto dura y esto es muy preocupante.

Hay una línea muy fina entre el derecho a la intimidad y el derecho a la información.
Pero es que el periodismo tiene como objetivo principal informar.
Resulta paradójico que apelemos al derecho a la intimidad cuando nosotros mismos nos exponemos constantemente.

Exacto. Es un debate que a mí personalmente me molesta mucho porque yo he trabajado muchos años en los Balcanes, y la primera reacción de una víctima cuando tú apareces en el epicentro de la tragedia, y lo haces con respeto, con discreción, con empatía, es la trascendencia que tiene para ellos que tú documentes esto, porque es la única voz que tienen para denunciar lo que les está pasando (...) Entonces, cuando desde la distancia, desde la comodidad de nuestra cultura decimos: ¿y el derecho a la intimidad de la víctima? Es que la víctima tenía derecho a la vida y se la han arrebatado. Eso hay que denunciarlo. 

Constatemos lo que está pasando en Gaza. No ha entrado ni un periodista occidental, excepto los israelíes que acompañan a sus tropas. Eso es querer silenciar y ¿estamos haciendo el juego a eso? Deberíamos inundar las ciudades de fotos duras a ver si reaccionamos de una vez a esta locura que hay que parar. Estamos anestesiados, es un problema absoluto. Y todo esto constata el declive del periodismo. El periodismo ha dejado, en muchos casos, de informar de historias duras, historias necesarias, rindiéndose a realidades más amables. El público, dicen, no quiere ver esas realidades y además no pueden compartir espacio con la publicidad. Estamos perdiendo ese servicio público del periodismo que es informar.