Black Mirror es una muy buena serie británica que algunos han calificado de futurista. Discrepo de ese concepto, ya que aunque en ella aparecen adelantos tecnológicos que a día de hoy parecen ciencia ficción (o eso nos hacen creer, vaya usted a saber), la serie analiza cómo la tecnología afecta a nuestras vidas. En uno de los episodios se muestra una sociedad que se rige por la valoración que los demás hacen de ti en la red. Ello te obliga a estar siempre de buen humor y tratar a los demás de forma considerada. Tomar un café con tus amigos, hablar con un vecino, ir a comprar a una tienda o atender a un cliente en el trabajo, es un test continuo de actitud. Los demás van a valorarte según te hayas comportado con ellos, dándote estrellas virtuales que se suman a tu cuenta personal y en función de cuántas tengas puedes acceder a un mejor trabajo, a una mejor casa, a un mejor entorno. Si tus estrellas bajan te conviertes en un paria, en un deshecho, nadie quiere saber nada de ti. Quiero pensar que este momento no ha llegado todavía, pero vamos encaminados a ello.

Los psicólogos afirman que redes sociales como Instagram satisfacen el impulso primario de sentirnos queridos y de ser tenidos en cuenta

Los psicólogos afirman que redes sociales como Instagram satisfacen el impulso primario de sentirnos queridos y de ser tenidos en cuenta. Hemos pasado de ser aquel niño subido al tobogán que gritaba a sus padres "¡mira, mira, lo que hago!" a hacer lo mismo con nuestra imagen ante millones de desconocidos. Dicen los entendidos que observando las cuentas de los usuarios podemos clasificarlos sin problemas. Así, hay el que cuelga fotos sin parar de cualquier cosa, el narcisista que solo se muestra a sí mismo, el que siempre pone frases motivadoras, el que necesita que los demás vean que es feliz con su pareja y amigos y todo lo que cuelga va en esa dirección... Tenemos una necesidad imperiosa de mostrar, de que los demás sepan quién somos, qué hacemos y lo bien o lo mal que nos va. Mejor dicho, creamos nuestra imagen.

Se comparte todo, absolutamente. No hace mucho, la prensa daba la noticia de dos chicas de dieciséis y veinticuatro años que habían fallecido en un accidente de coche en la región ucraniana de Járkov. Impactaron contra un árbol, una murió en el acto y la otra en la ambulancia. A través de Instagram, la que iba de copiloto grababa y subía en directo un vídeo que dura escasos cuarenta segundos. Lo he visto tres veces y las tres me han dejado el corazón encogido. La música a tope, las dos chicas gritan, cantan y agitan los brazos, en especial la conductora. No entiendo lo que dicen pero es evidente que quieren mostrar lo bien que lo están pasando. Hay un momento en el que se enfoca el salpicadero y, aunque no se ve con claridad, parece que van a más de cien por hora por una carretera estrecha que también se nos muestra. Es de noche. La última imagen es precisamente esa carretera iluminada únicamente por los faros del coche que súbitamente se desvía a la derecha, y los gritos de alegría se convierten en gritos de pánico. Se oye un impacto brutal y la pantalla se oscurece. Luego solo hay silencio. Esto no es ficción, no es una serie de televisión, es la realidad. Me pregunto si los padres habrán visto ese video. Me pregunto qué estamos haciendo. Me pregunto.