Tendremos que esperar a mañana para conocer una decisión del presidente del Gobierno que puede determinar de manera muy relevante el futuro del país a corto y medio plazo. Sin la menor idea del trasfondo real del asunto, la lectura de la carta me hizo pensar que lo que subyace es algo tan sencillo como el factor humano; el hundimiento comprensible de una esposa y, quizás, de unas hijas, que acaba por arrastrar al marido. Nada de extraño si no fuera porque estamos hablando del presidente del ejecutivo.

En estas líneas no pretendo situarme en ninguno de los dos bandos: el de quienes más que nunca quieren a Pedro o el de aquellos que ven en su carta una vuelta de tuerca en su deleznable estrategia política. Querría aprovechar para nuevamente referirme a una dinámica de la derecha madrileña que no por ya conocida, deja de sorprenderme.

Durante los años más intensos del procés, fueron muchos los conocidos madrileños que, sabedores de mi posición crítica con el independentismo, me comentaban su gran sorpresa por la reacción timorata de las élites catalanas; no entendían como personas bien posicionadas, viajadas y educadas en las mejores universidades del mundo podían hacer suyos los tópicos que alimentaban el sentimiento independentista. A mí también me sorprendía cómo se venía abajo aquello de que viajar y estudiar era un antídoto contra el populismo.

Pero aún mayor fue mi sorpresa cuando, desde el mismo momento en que Pedro Sánchez gana la moción de censura, esa élite conservadora madrileña tan crítica con el procés actúa de la misma manera que sus homólogos catalanes a los que decía no comprender. Desde hace años, especialmente en determinados ambientes de la capital, la crítica al presidente del gobierno es de una crudeza y radicalidad no vivida en Cataluña. Resulta imposible, a no ser que quieras entrar en discusiones tan desagradables como estériles, intentar argumentar algún asomo de logro del gobierno socialista; el mínimo reconocimiento sustentado a la acción de gobierno es contestado desviando la cuestión a la indiscutible, para ellos, psicopatología de Pedro Sánchez. Nada distinto de cuando, hace pocos años, uno cuestionaba en entornos  independentistas si España era realmente tan demoníaca.

Todo ello me lleva a dos consideraciones. De una parte, que el dinero y el haber estudiado en las mejores business schools globales no son sinónimo de razón crítica, sino que, por el contrario, pueden reforzar, desde una auto otorgada supremacía intelectual, el legitimar los tópicos más vacuos; en Cataluña y en Madrid, antes y ahora. Y, de otra, que ni a las personas ni a las sociedades se les puede someter a situaciones de máxima tensión, pues no se sabe cómo pueden responder. Y a este tensionar, Pedro Sánchez puede haber contribuido, pero la razón de fondo viene de lejos; radica en esa economía que fracturó y condujo a la descomunal crisis de 2008, cuyos efectos tardaremos mucho en reparar.

En el supuesto de dimitir, pese a lo preocupante del escenario, me quedaré con lo agradable de pensar que en este inmisericorde mundo del poder ha prevalecido el sentimiento. Y, en cualquier caso, consuela pensar que los catalanes tampoco somos tan raros. O que, por lo menos, somos igual de sorprendentes que no pocos españoles, especialmente madrileños ilustrados y viajados.