El debate sobre la despoblación de España fue muy intenso desde comienzos del siglo XVII hasta fines del siglo XVIII. El primer economista con una referencia clara al impacto negativo de esas pérdidas demográficas fue González de Cellorigo (1600), y a este arbitrista le siguieron otros muchos que se quejaron con amargura de la gran despoblación "ocurrida de un tiempo a esta parte". Saavedra Fajardo (1640) convirtió un proverbio bíblico ("en la multitud de la gente consiste la dignidad del príncipe y en la despoblación su ignominia") en la máxima más repetida por todos los tratadistas. Estos a su vez buscaron causas sociales y económicas a la imparable decadencia española para combatir las ya nefastas consecuencias despoblacionales del campo, tanto para la producción agraria como para la convivencia urbana.

Aunque deja de lado este imprescindible e histórico debate, el periodista Sergio del Molino ha publicado un excelente ensayo sobre la despoblación reciente del mundo rural: 'La España vacía. Viaje por un país que nunca fue' (Turner, 2016). El punto de partida es el proceso del gran vaciamiento de la España no urbana, con el masivo desplazamiento hacia las grandes ciudades y sus extrarradios. Del Molino califica como "El Gran Trauma" el enorme movimiento poblacional, sucedido entre los años 50 y 60 del siglo XX, que supuso el abandono masivo del campo y sus pueblos, el colapso de las ciudades con el consiguiente hacinamiento, chabolismo y pobreza entre los recién llegados, y todo ello hasta poco antes de acabar la Dictadura. Como consecuencia de este "brutal trauma humano" promovido por el franquismo mesetario, catalán y vasco, si España existe hoy en día es, sobre todo, en Cataluña, en Madrid o en el País Vasco o, por ejemplo y para concretar, en Santa Coloma, en Parla o en Baracaldo. Es en estos espacios donde aún es perceptible la mezcla de acentos, de música, de olores o de memoria histórica.

Quizás sean esos nietos de la España vacía, los que venguen la memoria histórica de la inmigración, la de sus abuelos y sus padres, y expliquen cómo en un régimen identitario los cómplices conversos niegan su pasado y el de su familia

Una de las reflexiones más novedosas que aporta este periodista es cómo se ha construido el imaginario de esa España vacía, cómo es elaborado y sentido por los hijos y los nietos del éxodo rural. Aún más, Del Molino plantea que ante la incuestionable destrucción del relato de España desde la Transición, muchos españoles han sustituido esa apelación a la nación por una búsqueda de sus orígenes rurales. El resultado es un patriotismo sentimental que no se aprende en las escuelas sino en las casas: "La infancia --escribe el autor-- es una patria poderosa, pero la infancia de los padres y de los abuelos lo es mucho más".

Al hilo de este comentario, un apunte más. Se ha escrito que el reciente movimiento de la memoria histórica ha sido, en cierto modo, impulsado por los nietos de los asesinados y represaliados durante la guerra y el franquismo. Objetivo: conocer todos los nombres de las víctimas pero también los de los verdugos. Un ejemplo de cómo la memoria histórica más que administrada por los vencidos o los vencedores, puede ser reivindicada y completada mucho más tarde por los descendientes: la venganza de los nietos tras el silencio de los padres y el sufrimiento de los abuelos.

Dentro de pocos años, ¿se imaginan cómo y quiénes podrán reconstruir la memoria histórica de Cataluña durante el Gran Trauma? Desde luego no serán aquellos expulsados de la tierra, quizás sean sus nietos cuando comprendan cómo salieron de sus pueblos y cómo sobrevivieron sus abuelos y sus padres en esqueléticos bloques de pisos en el extrarradio; incluso cómo, ya en la etapa autonómica, aquellos se sintieron ciudadanos de segunda, ninguneados por las poderosas élites nacionalcatalanas. Quizás sean esos nietos de la España vacía, los que venguen la memoria histórica de la inmigración, la de sus abuelos y sus padres, y expliquen cómo en un régimen identitario los cómplices conversos niegan su pasado y el de su familia. Una lección que recuerda aquel proverbio ruso referido por el disidente ruso Solzhenitsyn en su 'Archipiélago Gulag': "Permanece en el pasado y perderás un ojo; olvida el pasado y perderás los dos".