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Las gasolineras fantasmales de Ruscha

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Hubo, en el año 2008, una exposición sobre J. G. Ballard, comisariada por Jordi Costa, actual jefe artístico de la institución, cuya entrada era inolvidable, pues se oía en off un poema del escritor británico, que tanto éxito tiene entre nosotros, y que, por cierto, murió al siguiente año, sobre las cosas en las que creía. El último verso decía “Creo en nada”. Hasta llegar a esa “nada” había un centenar de letanías, algunas sorprendentes, sobre el hechizo del mundo.

“Creo en los próximos cinco minutos. Creo en la historia de mis pies. Creo en los dolores de cabeza, en el aburrimiento de los atardeceres, en el miedo de los calendarios, en la traición de los relojes. Creo en la ansiedad, la psicosis y la desesperanza.
Creo en las perversiones, en el amor obsesivo por los árboles, las princesas, los primeros ministros, las estaciones de servicio abandonadas (más bellas que el Taj Mahal), las nubes y los pájaros…”

Muy bonito. Ballard escribía novelas que eran profecías apocalípticas, pero como ser humano era encantador, como puede intuir cualquier lector que conozca sus libros autobiográficos, “La bondad de las mujeres” y “Milagros de vida”. Yo también creo en los próximos cinco minutos, que pueden ser una eternidad. No creo tanto en los pies del poeta, pero bueno, supongo que por algo los puso en verso. Y desde luego creo en la belleza de las gasolineras, abandonadas o no, “más bellas que el Taj Mahal”.

Mis preferidas son las literarias, situadas en carreteras secundarias: la del celoso George Wilson en el “Valle de las cenizas” de “El gran Gatsby”, y la llamada “Twin Oaks” (Robles Gemelos), adonde llega, última etapa en su camino de perdición, el vagabundo Frank Chambers, para conocer a Cora Smith y a su marido. Esas dos gasolineras se alzan como monumentos a la fatalidad.

Rusha 26 gasolineras

Rusha 26 gasolineras

La gasolinera de mi vida está en la carretera serbia que viene de Kosovo y lleva a Belgrado. Tiene, o tenía, pues no sé si sigue existiendo, como elemento decorativo, posado en lo alto de un poste, un gran platillo volante de hojalata con luces de colores, todas fundidas, de sugerencias infantiles y decadentes. Luego hay otras que también me gustan mucho. Su funcionalidad, sus luces, sus depósitos, sus colores brillantes, y el amplio, audaz dosel para proteger de la lluvia a quienes se detienen a repostar… Y la sugerencia de un alto en la monotonía del trayecto en coche, en un “no lugar” completamente artificial, dotado, a veces, con una cafetería sólo para gente de paso… Un no-lugar clavado sobre el territorio precisamente como una nave espacial que allí se hubiera posado para siempre.

No tengo siempre a mano esas gasolineras y su belleza fría, pero en cambio puedo revisitar, cada vez que voy a la biblioteca del Reina Sofía, en Madrid, el mítico “Twentysix gasoline stations”, de Ed Ruscha, que tienen en la sala de lectura y que pasa por ser el primer “libro de artista” de la historia. Lo publicó el mismo Ruscha en 1962, después de tomar esas fotografías durante el viaje iniciático desde su natal Omaha (Oklahoma) a Los Ángeles.

“Ninguna de esas gasolineras era particularmente interesante. Ni siquiera eran fotos artísticas: yo representaba el papel de un antropólogo”, explicaba Ruscha. Antropólogo de su propio tiempo, pasó de fotografiarlas a pintarlas, en sus famosos cuadros con palabras, hoy tan cotizados. En el año 2023 le dedicaron una retrospectiva en el MOMA de Nueva York, el otro día cerró la que acaba de dedicarle el LACMA de Los Ángeles. No pude visitar ninguna de las dos, lástima, pero, en fin, tengo a mi disposición en la biblioteca del Reina Sofía el libro de sus veintiséis primeras gasolineras, como he dicho… más bellas, más democráticas, más tristes y menos pomposas que el Taj Mahal.