Una banana, pegada a la pared por un pedazo de cinta americana, obra de arte de Maurizio Cattelan, ha sido vendida esta semana por 6,2 millones de dólares. Ante un hecho así, el filisteo se escandaliza, y el pequeñoburgués exclama que su hijo de cinco años hubiera podido hacer lo mismo –pero resulta que no, no lo hizo, en primer lugar porque las bananas no se pegan a la pared, y en segundo lugar porque nadie le hubiera pagado esa suma.
Cuando vi por primera vez esa banana en la Art Basel Miami Beach, en 2019, no me pareció más que una travesura sin mucha gracia. Es ahora, cuando un magnate de las criptomonedas llamado Justin Sun, la ha comprado por esa suma desaforada, cuando se me han abierto bien los ojos, me he quitado el sombrero y he exclamado:
¡Olé! Olé por Cattelan y por Sun.
Antes de explicarlo diré, para situarnos, que la obra de Maurizio Cattelan (1960), que todos hemos visto reproducida en la prensa, porque llama mucho la atención, no me parece muy inspiradora, porque sus metáforas son demasiado obvias y relucientes, no hay ambigüedad en ellas. No hay poesía, no hay misterio. Véase, por ejemplo, “Él”: una escultura hiperrealista de cera que representa a Hitler arrodillado, en tamaño pequeñito, como un niño rezando, donde todo está en la dimensión, en la pequeñez del monigote, y que no es más que una variación o una deriva banal (y oportunista, como siempre que se saca a Hitler a pasear) del “Ecce homo” de Wallinger del que les hablaba aquí el pasado día 8, y que sí tiene una naturaleza trágica y una radicación densa.
Su “Novecento” --el caballo disecado y colgado del techo barroco del palacio de Rivoli--, desde luego que no mejora ni supera los tiburones en tanques de formol de Damien Hirst.
Su “La hora nona” --una estatua del papa Woytila, apoyado en su báculo, y aplastado por una piedra--, banaliza las fotos de coches aplastados por un gran pedrusco de Jimmie Durham, como si sobre la obra humana hubiera caído con todo el peso de la gravedad un meteorito.
Su “América”, un inodoro de oro macizo que se expone en el Guguenheim de Nueva York, se comenta a sí mismo. Es tan obvio que da pereza hasta mencionarlo.
Y finalmente, la intención burlona de su “Comediante”, que consiste, como he dicho al principio, en una banana pegada a la pared con cinta americana, como crítica al sistema del arte, y de la credulidad de quienes lo coleccionan, fue ampliamente superada por su compatriota Piero Manzoni, que en 1960 expuso 90 latas de conservas llenas de “Merda d’artista”, que por lo menos tenía la fuerza y la agresividad de lo escatológico.
Ahora bien: ¡funciona! Funciona aunque sólo sea porque los beatos, los filisteos, los bienpensantes y los envidiosos se escandalizan. Y se escandalizan no tanto porque se exponga una banana común y corriente como si fuera un icono –esto podría divertirles, o serles indiferente--, cuanto por el precio que Sun ha pagado por esa banana. Y que una obra de arte –y ésta, desde luego lo es, porque el autor lo sostiene, y el coleccionista lo reconoce de manera indiscutible pagando por ella, y pagando además una suma de dinero elevada--, a estas alturas siga escandalizando a la parroquia, es para ella un blasón.
Todos somos conscientes del precio de las cosas, todos tenemos infuso en la masa de la sangre la cosmovisión del marxismo, o sea la conciencia de que la economía y concretamente el dinero es nuestra sustancia y el fluido fundamental de las relaciones humanas y sociales. Y, naturalmente, de lo injusto que es que haya gente pobrísima y gente riquísima. Pero limitarnos a eso sería resignarse a una vida puramente numérica, y creer que las cosas tienen un precio innato, que la banana de marras tiene un precio justo –quizá los 25 céntimos que valía la banana de marras en la frutería de la esquina— es no querer entender nada sobre el dinero ni sobre todos los intangibles no materiales de la pieza que se expone.
Parece que, enterado por una periodista de The New York Times del precio que había alcanzado la banana que le vendió a Cattelan el comerciante indio se lamentó mucho: ¡con lo que le cuesta a él arañarle a la vida cada dólar, y hay otros que, en cambio…
El magnate Sun, a su vez, se enteró de esos lamentos del frutero, se compadeció de su pobreza, y sin tener ninguna obligación y a modo de consuelo le ha comprado cien mil bananas –pero no ya obras de Cattelan— y las reparte gratis. Es aquí, en todas estas transacciones y metamorfosis casi delirantes donde la modesta banana de Cattelan alcanza un formidable valor.
Pues ha beneficiado por lo menos a tres personas: al mismo artista o su galerista, que se ha enriquecido. Al frutero indio, que ha vendido de un solo golpe muchísimas bananas más, nada menos que cien mil. Y al comprador, que está feliz con su adquisición y que encima ha recibido la venia del artista para comérsela y reemplazarla en la pared por otra, cuantas veces quiera, sin que en ello se pierda la autoría, ni por consiguiente el valor de la pieza.
Cada vez que se coma la banana, el señor Sun no sólo aplacará el hambre sino que comulgará con el arte y con el espíritu de Cattelan.
Y hay un cuarto beneficiado: yo, que disfruto mucho viendo la envidia que suscita este asunto dadaísta.