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Estuve el otro día hojeando un libro de lecciones de Heidegger de mediados los años veinte en el que ponderaba las grandes virtudes del aburrimiento personal, entre las cuales no era la menor el hecho de que cuando te aburres el tiempo se te hace eterno. Sí, se hace eterno, dice Heidegger, es el “tiempo-largo”, pero ¿no nos quejamos a menudo, precisamente, de que el tiempo vuela, de que no tenemos tiempo para nada? Esto es así porque estamos todo el rato demasiado activos y entretenidos. Para tener la sensación de que el tiempo es interminable no hay cosa como aburrirse.
Esto me hizo pensar en las seis “Performances de un año” del artista nacido en Taiwán en 1950 y residente en Brooklyn Tehching Hsieh, que ha ingresado en el panteón del arte contemporáneo gracias a esas performances que consistían, por ejemplo, en pasar un año sin salir de una jaula –un amigo le suministraba la comida diaria y retiraba sus desperdicios--. (Por cierto, habría que ver si lo hizo antes de que Chris Burden, el “performer” del que les hablaba el otro día, realizase su tesis de licenciatura en Artes consistente en pasarse cinco días encerrado en una taquilla universitaria--.
Yo tendría que hacer un esfuerzo de memoria para recordar qué hice en el año 1981. Seguramente muchas cosas, y viajes que no han dejado en mi conciencia más que una leve huella, pero sé a ciencia cierta lo que hizo Hsieh mientras tanto, al otro lado del Atlántico: se lo pasó todo a la intemperie, caminando sin rumbo por Nueva York, como uno de esos personajes medio chiflados de Paul Auster en la “Trilogía de Nueva York”.
“Mi trabajo va de perder el tiempo y pensar libremente”, dice el artista. Bueno, está claro que vivir así da para pensar sin tasa en todo. Aún así cuesta comprender por qué hace esas cosas. Estos retos sin sentido. Se quiera o no, en someterse voluntariamente a tan severas restricciones (lo digo por él, pero también por otros esforzados artistas de la performance, de los que hemos hablado aquí domingos pasados) tiene que haber un componente de masoquismo, consciente o inconsciente, y supongo que también el anhelo de sentir la vida de una manera profunda, ingresar en el mismo meollo de la condición de ser. Hay que tener en cuenta, en este sentido, que el hecho de estar encerrado en una jaula durante 365 días puede ser muy deprimente, pero también te ahorras de hacer, decir y escuchar muchas tonterías. Te pones en un nivel en el que la banalidad ajena no te afecta.
Hsieh y sus sacrificadas “performances de un año” me recuerdan a los místicos antiguos, a los dentritas, que se metían en el tronco de un árbol y allí vivían. A los estilitas, que se subían a lo alto de una columna, y de ahí no se apeaban. Estaban todo el tiempo hablando con Dios y sintiendo la respiración de la vida. Me recuerda también a George Orwell, que en 1928 se desprendió de todo y se pasó un año y medio haciendo de vagabundo, conversando con los mendigos como él, yendo y viniendo sin meta por los caminos de Francia y de Inglaterra. Le animaba un propósito digamos razonable de escribir luego un reportaje, pero también aquí cabe sospechar un íntimo, quizá inconsciente, deseo de castigarse.
En el peor de los casos, si alguna vez echando una mirada retrospectiva a sus “performances de un año”, Hsieh se pregunta –es plausible que lo haga— si aquellas aventuras, aquellos desafíos a sí mismo tuvieron verdaderamente algún sentido, siempre podrá decirse que, por lo menos, lo que él hizo no lo hacía nadie más. Y, si no a todos, a muchos nos gustan --a mí, desde luego, me gustan-- las cosas únicas, las experiencias exclusivas, los unicornios, los reyes… y las “Seis performances de un año” de Tehching Hsieh.