¡Qué inquietante, que fría y serenamente, y quizá involuntariamente angustiosamente ha retratado el tiempo Manolo Laguillo! Y nos ha retratado a nosotros, si es cierto lo que dice Borges de que “nuestra sustancia es el tiempo”. Para ver ese retrato nuestro hay que ir a Madrid, a la sede del Banco de España.
Estuve el pasado miércoles en la inauguración de la exposición “La tiranía de Cronos”, para ver los retratos de nuestros reyes por Annie Leibovitz, muy teatrales y muy comentados ya. Se congregó mucha gente para verlos en primicia.
Como indica el título, el tema de la muestra colectiva era el Tiempo, aludido en los fantásticos relojes esparcidos aquí y allá por las salas y en las obras de arte de dos docenas de creadores desde Goya a Mladen Stilinović (el croata de las famosas fotografías “Artista trabajando”, en donde se le ve en la cama, durmiendo: hablaremos otro día de este sujeto interesante, de quien el Banco de España posee varias piezas).
El miércoles, lo que más me atrajo, aparte de los retratos de Leibovitz, fue la panoplia de ocho fotos escalonadas de Laguillo, dispuestas en cuatro “pisos” o “tiras” como las viñetas de una página de comic, que descomponen el famoso reloj, que es un icono de la ciudad. Están ordenadas, de arriba abajo, como un viaje del exterior al interior del reloj, según sigue:
En la primera tira o piso más alto, dos imágenes de la fachada exterior del muy historiado edificio, coronado como hemos dicho por la torre del reloj del chaflán que da a Cibeles. En la siguiente tira se nos muestra el reloj, visto desde atrás y desde más cerca; debajo, en la tercera, el complejo y reluciente engranaje, que despliega esa fría elegancia que suele tener la maquinaria precisa; y por fin en la cuarta hilera, debajo de todo, como quien dice en el sótano de la panoplia, se aloja el desnudo péndulo de hierro, secreto medidor del tiempo, agente del tiempo él mismo, que opera fuera de la vista en su permanente oscilar, como un feo secreto. Es como un cadalso.
Uniformado por el tratamiento en blanco y negro, esta serie de ocho imágenes no sólo ilustra la trastienda de un aparato sofisticado, el famoso reloj, sino que cuenta de forma nueva un viejo relato sobre la apariencia de las cosas y su realidad oculta, y sugiere la idea del laborar silencioso, inapelable y secreto del dios Cronos en la oscuridad de sótano de nuestra conciencia. El otro día, cuando vi esta secuencia, precisamente dentro del edificio del Banco de España, me trajo a la memoria el famoso “grabado Flammarion”, donde el peregrino que ha llegado al lugar secreto donde se juntan la tierra y el cielo, atraviesa la piel del mundo y se asoma, lleno de asombro, al mecanismo de ruedas y engranajes que lo sostienen.
Cuando volví a casa busqué en “El corazón aventurero” de Junger el pasaje “El canto de las máquinas”: “Ayer, durante un paseo nocturno por las calles más alejadas del barrio del Este donde habito vi una imagen solitaria y sombría. La ventana enrejada de un sótano ofrecía a la vista un cuarto de máquinas, donde, sin ninguna persona que se ocupara de él, un gigantesco volante rodaba en torno al eje y con ello producía un pitido…”.
A continuación expone Junger el peligro para la humanidad del conocimiento técnico, “y sin embargo hay instantes en que el canto de las máquinas, el sutil zumbido de la corriente eléctrica, el temblor de las turbinas bajo las cataratas y la explosión rítmica de los motores se apodera de nosotros con un orgullo más misterioso que el del vencedor”.
Sí, así es. Y al sutil zumbido de la electricidad, el temblor de las turbinas y las explosiones controladas del motor, se podría añadir el oscilar del péndulo.